Utilizar una palabra sin conocer su sentido y aferrarse a que todo aquello que acontezca después es certero, carece de vacío.

El relleno es un resignificado simple de lo que las palabras nos enseñan sin cotejar. La rabia inmaculada de no poderlo conocer todo, ni la curiosidad nata de cortejar la imaginación dentro de un pañuelo de insignias en las cuales nos identificamos y que en pocas ocasiones se vuelven distantes, para no caer en el diccionario del buen saber o del buen sabor en dado caso.

La apatía por insistir es fructífera, es corregir e imprimir, todo aquello que se vuelve en contra nuestra, con humor y un toque siniestro de emoción, de calor con la envoltura de un cielo frío con ganas de llorar o la pasión de un Sol caliente con la pereza de colapsar.

Entonces comienza el modelo, la emoción situacional de apartar el vuelo, de no aterrizar para seguir divagando y transmutar la experiencia de los misteriosos caminos de la lectura vaga y diminuta, llena de novedad y cero amargura.

Ahí está el paradigma, lleno de fiesta, de hogueras y pasiones desbordadas entre el tumulto de gente que parece cuerda o está tan gris que simula credibilidad alguna.

Leyendo entre líneas encontramos el verdadero significado, todo está ahí, en el amor que nos profesamos, en la ilusión de que todo lo que es real se ha vuelto falso y se ha roto entre curvas de humo. Es ahí donde vamos nadando. Sin querer llegamos al precipicio de nuestro ser, amargándonos la poca existencia de la que en algún momento somos conscientes.

Fotografía por Martin Canova