¿Hemos encontrado aquello que nos hace feliz? ¿O hemos dejado pasar el tiempo esperando a que llegue aquello que anhelamos vivir?
Dejamos pasar el tiempo creyendo que estamos creciendo al hacernos más viejos, sin poner atención a aquel detalle que, por más nimio que parezca, es el que cobra más vigor en nuestras codiciosas vidas.
Recordamos con euforia todo aquello que alguna vez fuimos, hicimos o dijimos, y se queda precisamente allí… en un recuerdo. Como si no se pudiese crear recuerdos al revivir lo ya vivido.
Nos dejamos llevar por el estrés de las responsabilidades factuales, por las angustias y por todo aquello que tenemos que hacer; dejamos de lado el sacar tiempo para nosotros, para nuestros gustos, para nuestras rarezas, para hacer todo aquello que no se puede hacer con cualquiera o con alguien más, ya sea por pena o porque simplemente nuestras convicciones son ajenas a los demás y sólo nosotros le encontramos sentido.
Reflexionamos sobre nuestras vidas y llegamos a una interrogante que, para nosotros, no tiene respuesta por el desasosiego en nuestro interior, al pensar que hemos hecho mal; que no hemos aprovechado lo suficiente como alguna vez lo prometimos después de una mala racha; después de un periodo de reflexión y deseo posterior por crear nuevos propósitos a alcanzar para el año siguiente.
Olvidamos la osadía, los sobresaltos, las sensaciones y los anhelos de salir de nuestras casas y enfrentar un nuevo mundo; afrontar las diferentes etapas de la adolescencia. Ya sea por nostalgia a la niñez que creemos que nunca volverá, o por las pretensiones de nuestros comportamientos tan rebeldes que nos llevan luego a un universo alterno, donde no queremos hacer nada, o queremos hacerlo todo; donde no queremos que nos digan algo, pero queremos decirlo todo; donde no queremos estar solos, pero queremos estarlo; donde creemos que no necesitamos a alguien para hacer, decir, estar, vivir y compartir todo aquello que necesitamos en nuestras vidas y sus diferentes etapas; si es que el destino nos permite llegar a ellas.
Añoramos la idea de ser niños: introvertidos, extrovertidos, malvados, juiciosos y rebeldes. Deploramos aquellos días en los que no nos preocupaba si había sol o si había lluvia; sólo la ingenuidad de los momentos que nos rodeaban: el compartir con nuestras familias, con nuestras mascotas, con los demás niños, o con nuestros amigos imaginarios, o con aquellos juguetes u objetos a los que les dábamos vida; el creer que en el día de mañana podríamos amanecer en un cuento de hadas, o con poderes sobrenaturales que veíamos en la televisión o leíamos en los cómics.
Damos una mirada al pasado y creemos que el tiempo es demasiado efímero. Y, en efecto, ¡lo es! Hace unos minutos empezamos a leer esto y ahora estamos acá sin ser conscientes de cuánto tiempo ha pasado.
A veces empeñamos tiempo en enfocarnos cuantos segundos, minutos y horas han pasado; cada segundo que empleamos de nuestras vidas no siempre lo disfrutamos, sin embargo, lo dejamos pasar para luego decir que todo pasa muy rápido y que no nos ha quedado tiempo de hacer lo que realmente queremos hacer.
Y esos segundos, minutos y horas, se convierten en días, semanas, meses…
¿Hemos encontrado siempre aquello que nos hace feliz? ¿O hemos dejado pasar el tiempo esperando a que llegue aquello que anhelamos vivir?
Creemos que por ser adultos necesitamos esperar que las cosas lleguen; cuando éramos niños salíamos de nuestras habitaciones, dejábamos lo que sea que estuviéramos haciendo e íbamos a buscar a nuestros familiares para pedir o compartir aquello que se nos había acabado de cruzar por la mente.
¿Por qué seguimos esperando a que lleguen las cosas y no salimos a buscarlas como hacíamos de niños?
Le ponemos demasiada atención a los números, al que dirán, al cómo reaccionarán y dejamos de lado al niño interno que cada uno de nosotros tenemos. Solíamos ser niños con ganas de comernos el mundo: saber, conocer, interactuar y compartirlo todo. Ahora solemos ser personas que deben comportarse como la sociedad manifiesta que debemos de comportamos con respecto a nuestras edades: ¡números!
Extrañamos personas, lugares, momentos, y no hacemos nada para volver a ellas; si bien, algunas cosas o personas no deberían pasar de nuevo, se podrían convertir en anécdotas que acondicionen nuestra manera de vivir y nos dejen ser de nuevo aquellos niños o adolescentes con ganas de todo. Siempre y cuando haya un margen para no caer otra vez en aquello que nos devastó.
Ojalá tuviéramos tiempo para demostrarnos a nosotros mismos cuanto hemos crecido, cuanto hemos hecho, pero, sobre todo, cuanto hemos vivido; que nuestros recuerdos no sean más recuerdos viviendo en el olvido; que sean sombras y tomen nuestras riendas para vivir (nuevas o antiguas) experiencias y repetirlas una y otra vez con aquellas personas, lugares o momentos, siendo niños, o adultos, o lo que sea que queramos ser, pero estando ansiosos por experimentar un sinfín de veces más todo aquello que anhelamos vivir… y no pensar… que sabemos algo que… en realidad no sabemos…
Fotografía por Wang Wei.
Quindio – Colombia. Bastaría con una taza de café o incluso una sola mirada para descubrir lo superficial o sustancioso que puedo llegar a ser. Soy un intento de escritor: Allí mi mayor virtud; la imperfección. Todavía sigo en contra de algunos idealismos; creer que la educación es seguir el ejemplo de los mayores. Empero, si se tratará de apoyar alguna idea social, firmemente sería aquella de Javier Marías; Los seres humanos somos también lo que no sucede. ¿Por qué? porque la imaginación, a pesar de ser intangible, es la causa de todos nuestros sueños fallidos de camino al éxito.