Sobre la náusea que me provoca mi vieja poesía, puedo decir, exactamente, que el haber dejado ese nefasto hábito me hizo bien al alma y el corazón.
Ya no suspiro por las noches por el dolor que me provocaba el amor no correspondido, ni trato de reprimir las lágrimas al sentirme expuesta todo el tiempo.
Se fue la sensación de presión que me oprimía el corazón y este ardiente deseo de explorar las palabras para traerme tranquilidad y explayarme en explicaciones de un amor que no tuve.
Escribí muchos poemas, ahora sin destinatario, que se quedaron sumergidos en el cajón de mi alcoba, donde fueron ganando polvo y perdieron toda la carga emocional que vertí en ellos. Sería difícil, aún ahora, saber a qué ente amorfo le escribía todas esas letras, palabras nefastas y asquerosas, que me provocan un nudo en la boca del estómago, que me recuerdan con nauseabundo desprecio el sentimiento que me consumía.
Pero, algo que me asquea más que la poesía de mi juventud, es saber que siempre me manejé con cautela y cobardía para que nadie fuera testigo de mis sentimientos, para que aquellos que inspiraron mi pluma nunca se enterasen de que escribía para ellos, que los pensaba todo el tiempo y les dedicaba el último deseo que tenía cada noche.
Que asco, que tristeza de vida. Ahora me doy asco y me duela la cabeza.
No hay nada más nefasto que vivir escondiendo la poesía, el sentir y el corazón, porque inevitablemente se pudren y el olor de su recuerdo te provoca náuseas, profundas náuseas.