Hace unos días murió Gregorio, se ahogó con media barra de KitKat. Tal vez fue mi error. Nunca me lo voy a perdonar.
Tengo comezón, pero al rascarme no hallo alivio. Menos viendo nuestras fotos; mi fondo de pantalla. Recuerdo su peso y no quiero sentir el de la urna, regresar al veterinario, hoy es el último día para recoger sus cenizas. Me amarra la culpa.
Lo considero mientras preparo un té, caliento su comida por costumbre: nos sirvo. Quedo en su lugar. Admiro el brillante plato de aluminio, los cortes de carne caliente sueltan un olor bravo.
Me atacan los sollozos, tiemblan mis piernas, caigo sobre las rodillas, me echo al suelo. El piso de cerámica es frío, en medio yace un trozo de carne inerte y con polvo.
¿Qué voy a hacer con tanto alimento? Ni modo de dárselo a otro perro, es el favorito de mi Gregorio, de mi Gregorio, ¡de mi Gregorio!
Pienso en algún trance ceremonial, un acto de admiración o réquiem gastronómico. Él amaba la comida más que yo. Esta última reflexión transforma mi postura.
¿Gateo? La vista es muy diferente. Mi reflejo es otro. Meto la cara al traste. Atasco el hocico. Saboreo los cubos de carne jugosa que se deshacen en masticadas suaves. Paso mi lengua por todos mis dientes de colmillo a colmillo, hago un charco de saliva. Lo devoro todo. Respiro. Me rasco con gusto. Todo luce pletórico.
Salgo al patio para vigilar el zaguán. Ladro incesante al camión de la basura. Muerdo todo lo que está prohibido morder. Me acomodo bajo el sol. Una, dos, tres vueltas y me recuesto. Trato de dormir.
Cuando despierte me habrá abandonado este lenguaje, antes de que llegue mi humano.
Fotografía por Steven Simon