Morir es un color

DOS

En el dos mil catorce nació mi hermanastro chino. Lo tuve del catorce al diecisiete. Mi padre bajó al chino a comprar un escurridor que le había encargado Ioana. De plástico, señor, porque los de acero no son de acero. Y de color, que se percuden menos. A mi madre le habíamos puesto una rumana para que cuidara de su Alzheimer prematuro. Ella necesitaba escurrir las patatas y unas gambas que había cocido para la ensaladilla y no daba con él. Al principio mi madre también ayudaba con la casa, pero luego metía los trastos donde le parecía y nadie los encontraba. Si mi padre o Ioana le preguntaban por lo que fuera, se le paraba la vista y se echaba a llorar. Por eso bajó, para que no se sofocara.

Mi padre se lio con la china de la tienda de abajo. No sé si son chinos o de por ahí, porque son chinos pero morenos. De ese palo de chinos que adoptan los famosos de Hollywood. Y guapos. Mi hermanastro también.

Estaban casi cerrando para comer y el padre y el muchacho habían salido uno al banco a ingresar y el otro al estanco. Mi padre con lo de mi madre llevaba no se sabe el tiempo y solo hizo falta un tableteo de miradas para acabar en el almacén. Ioana encontró el escurridor en el arcón congelador y mi padre subió con el otro a la media hora.

Lo de mi madre fue con sesenta y cuatro. Mi padre le lleva dos años. Ha trabajado toda su vida arreglando papeles; primero para un despacho de abogados, después para varias gestorías y luego por su cuenta. Sabe lo que le quieras preguntar sobre impresos, instancias, denuncias de tráfico, declaraciones de Hacienda, IVA, permisos de armas, reclamaciones o ayudas. Lo que quieras. Es sereno y de modales lentos y educados. Ninguna arruga, ninguna cana. La piel como un faro desde que se levanta. Moreno y alto, todo su pelo. Siempre afeitado. Mi padre baja a por lo que sea y parece que va de gala. Si lo ves de espaldas camino a cualquier parte parece que esté haciendo pasarela. Da lo mismo que sea polo que camisa que más arreglado. Es una cosa de luz.

Ni mi hermano ni mi abuelo ni yo se lo echamos en cara. Ioana no contaba y mi madre ni se enteró. Le cogió la hora al cierre y se bajaba dos o tres veces en semana hasta que la cosa dijo ya. Lo de la voz de mi padre también tuvo que ver. No me hace falta la grabación de la cámara ni que estuviese allí viendo los ojos de la china haciéndose caramelo. Si me dan una hoja y un lápiz podría describir perfectamente con un plano general la escena y solo me equivocaría en el billete que pudo dar mi padre para el pago y en el cambio que recibió. Es una voz de locutor de programa de noche de después de las tres.

Llegaría al mostrador sonriendo y desde su altura le diría a la china que dónde están los escurridores de color. Su frase tostando las palabras en el aire se le metería como una daga en el pecho y solo acertaría a decir que segundo pasillo junto a ollas y sartenes. Luego mi padre se metería en el primero y se agacharía diez veces resoplando sin ver nada. Ella llegaría para decirle que no, no, que segundo pasillo, señor, que por aquí por favor. Y ahí ya sobraría todo porque mi padre sonreiría otra vez y le diría discúlpame, hija, pero para estas cosas soy muy tonto. Luego ya lo demás. Una crecida repentina de deseo, cintura, besos, la puerta, la puerta, carrera para cerrarla por dentro y voltear el cartel de abierto. Por aquí, por aquí, almacén, ropa fuera rápido y retorcida por el suelo. Saliva, mucho sudor, cardio por los suelos, rápido, rápido, mi padre puede venir.

Un par de veces, sin día fijo. O tres.

  • Bajo un momento, Ioana.

Ioana no preguntaba. Si me cogía a mí o a mi hermano sí que se inventaba lo que fuese; tabaco, la primitiva, al taller antes de que cierre que me mire lo del freno, el pan al Mercadona, la farmacia, a ver si me coge Curro para esta tarde que mira qué pelos tengo.

Ni el padre ni el hermano supieron nada hasta que la cosa cuajó porque no variaban con lo del ingreso y al estanco. La china cerraba la puerta por dentro, se metía en el almacén con mi padre, se daban arrebato durante media hora, luego se vestían otra vez con prisas, se peinaban con los dedos y salían a los pasillos sacudiéndose y disimulando para nadie. Puertas de par en par, cartel innecesario de abierto de nuevo, mi padre saliendo y, hasta otra.

En la otra la china le dijo llorando y acobardada que esperara, que cerraba la puerta.

  • No me venía regla y compré Predictor.
  • No llores –mi padre le cogió las dos manos por encima del mostrador y le inyectó una dosis de su sentido positivo de la vida.
  • ¿Estás…?
  • Salió doble línea –la china lo decía repitiendo mucho con la cabeza que sí y con un llanto de ruido de porno japonés.
  • Que no, que no llores…
  • Ven, sal, no te preocupes –mi padre la abrazó, le dijo que dejara el llanto y que se esperaría con ella hasta que viniesen el padre y el hermano para cerrar.

Esto y todo lo demás lo sabemos mi hermano y yo porque nos lo contó mi padre. Que cuando llegó el viejo y vio a la hija llorando se pensó que mi padre le había hecho cualquier cosa. Luego ella en su chino le explicó que no, que este señor es cliente. Mi padre la interrumpió y le preguntó al viejo que si entendía bien, que quería contarle algo y que prefería hacerlo él. Mi padre ha sido siempre un hombre muy sólido, sin un sí ni un no a gritos con nadie; jamás en su vida ha dudado con las situaciones delicadas. Tampoco se ha escondido si metía la pata o se confundía. Por eso nos lo contó. No por explicarse ni por buscar nuestra disculpa, porque mi padre es atrevido, lo ha sido siempre. Yo no soy animoso; yo hice lo que hice, pero nunca podría haber hecho lo que Carmen con su padre. El mío también es el hombre más libre que yo he conocido. Ha hecho siempre lo que le ha parecido con la virtud de no molestar a nadie. Ni a vecinos, ni a jefes, ni a compañeros, ni a su mujer ni a sus hijos. Por eso no da rodeos ni se larga cuando la cosa se tuerce.

  • Mire, caballero, usted y yo ya somos mayores; yo debo tener la misma edad que usted y no creo que haya que esconderse de nada. Mi nombre es Santiago y vivo en el bloque amarillo de enfrente –se lo dijo levantando el pulgar y con su voz de doblaje.

Mi padre le soltó, en apenas un minuto, que en los últimos meses había estado viendo a su hija demasiadas veces. No le dijo nada del almacén ni de cuándo lo hacían, pero el viejo debió figurárselo. Ni su hijo ni su hija tenían vida, solo tienda, polígono y otra vez tienda. Luego mi padre le dijo que haría lo que él quisiese, que si para delante, para delante, y que si no, pues que no. El viejo solo le dijo que primero médico y el hermano y la hermana se abrazaron.

Mi padre nos pidió a Ioana, a mi abuelo, a mi cuñada, a mi hermano y a mí que no le dijésemos nada a mamá, que para qué un berrinche. No lo decía por evitar la vergüenza; mi madre por esas fechas andaba a medias todavía y lo mismo la cogías clara.

El viejo no tiene mujer; enviudó ya en España nada más llegar. De eso nos enteramos después y fue una cuñada suya también china de Gibraleón la que se acercaba a Huelva para los controles. Mi padre seguía bajando sus tres o cuatro veces por semana, pero con el padre delante. También algunas tardes después de cerrar para tomarse un refresco y que ella se despejara. Cuando el viejo estaba en el mostrador, la china y el hermano estaban por los pasillos reponiendo o en el almacén abriendo cajas y etiquetando. Mi padre y el viejo hablaban un rato de cualquier cosa y luego mi padre le preguntaba que cómo estaba ella y que si sabían ya algo de alguna prueba que tocaba o de unos resultados que estuvieran esperando. Mi padre y el viejo se llevan bien, y cuando se acercaba a verlos, llamaba al hijo para que atendiera y los dos se salían a la calle a fumarse un cigarro. También hablaban de más cosas además del embarazo. Al viejo le gusta mucho el boxeo como a mi padre y se sacaba fechas de combates históricos, golpes de grandes campeones, escuelas boxísticas, peleas tangadas y nocauts más rápidos para que mi padre se los relatara. Mi padre ha tenido también siempre ese agrado de contar las cosas bien. Si te saca un tema de lo que sea te lo cuenta en modo cine y no te bajas de la historia hasta que él coloca el the end. El viejo se embelesaba con mi padre, y dentro de su rollo chino, también se moría de la risa con él. Luego mi padre entraba y hablaba un rato con la china.

Nadie se había enfadado, nadie había hecho drama. Mi hermano y yo estábamos a punto de tener un hermanastro chino guapo, mi madre no se enteraba de nada, Ioana no preguntaba, el hermano no sé, y el viejo lo llevaba bien y procuraba que la hija no cogiese peso y que no echara demasiadas horas de pie. Mi padre les había dicho también desde el primer día que el bebé tendría su apellido y todo lo que necesitase. Se había hecho además con el teléfono de la china de Gibraleón y la llamaba siempre la tarde antes de cada prueba para decirle que él se acercaba a por ella, que la recogía en la puerta de la tienda como siempre. Además del control de la Seguridad Social, mi padre había acordado con la china que llevarían otro por lo privado y que eso lo pagaba él. Al viejo y a la china de Gibraleón les pareció bien.