En qué momento la vida se convierte en pasajes que de pronto tan solo son un manojo de recuerdos a los cuales intentas aferrarte. 

En qué momento la vida es tan solo una circunstancia dócil, infecunda de mareas de un pasado que trae tan solo el recordatorio de que esa felicidad ya no está más. 

En qué momento la distancia y la circunstancia se vuelven una imposición y nos dejan a la merced del avance del universo. 

En qué momento elegimos ante Dios, o quien sea, la autoridad de la causalidad de esta vida, que estemos a la merced del viento y nos convirtamos en nómadas de todo lo que nos rodea.

En qué momento alguien de un lugar muy lejano forma parte de tu día a día y de lo que piensas que será tu siempre para después regresar a ese lejano lugar en un tiempo indefinido al cual no sabrás si podrás llegar, no sabrás si podrás recuperar a esa persona en ese otro tiempo y espacio.

El destino es así, y parecemos simplemente un ratoncillo en el laberinto una vez más, circunstancias en circunstancias, no existe la voluntad, somos improbabilidades infinitas sometidos a probabilidades infinitas. La idea de que tendríamos la capacidad de mover y acomodar los sucesos de esta vida a nuestro antojo es una simple y cruel construcción de alguien que lleva a cabo nuestro propio sufrimiento.

Somos hormiguitas jugando a ser el viento que llevará nuestros veleros de papel, en viento en popa, junto a quienes pensamos que siempre estarán ahí. Hormigas vienen, hormigas van y no queremos aceptar que vamos solos dentro de este velero, a merced del viento y las corrientes.

Y yo, a sabiendas de esto, no dejo de remar inútilmente al horizonte donde te vi por última vez.