Iba camino a mi terapia sabatina cuando pensé en escaparme. En el autobús me acompañaba Esteban, mi primer novio. No hablamos mucho durante el viaje desde que salimos de la cafetería donde nos encontramos y conversamos sobre la vida. Habíamos acordado salir para charlar un poco, actualizarnos, convivir, y así iba la cosa. Sentí esa peculiar necesidad de saber cómo la había pasado después de todo, por eso le envié un mensaje hace unos días. Hacía rato que no sabía de él y, supongo, él tampoco de mí. Curiosidad, intuyo. Demasiado recuerdo. La relación que tuvimos fue increíble, aunque pastosa, siempre con vaivenes, y no supe cómo terminó. Quería arreglar las cosas, creo, aunque tarde.

Nos conocimos él y yo en el colegio gracias a un amigo en común. Fue algo instantáneo previo a una fiesta. Solía mirarlo, recuerdo. Solía mirarlo a la distancia en la escuela, en las pasadas, en todos lados. Estaba encantada de su presencia, de sus pláticas, de su aspecto y su sonrisa. Y así fue hasta que un día simplemente comenzamos a salir. No lo vi venir. Creo que en verdad estaba enamorada. Me miro en retrospectiva y no doy crédito de ello. Fui yo quien lo besó primero.

Hay anécdotas fantásticas de nosotros viajando o discutiendo, claro. Siempre el primer amor toma un aspecto ilusorio y maravilloso. Incluso nuestras peleas me resultaron románticas todo el tiempo.

—Me encanta cuando te enojas —solía decirle.

—Me molesta mucho que romantices todo —me respondía.

En realidad, no recuerdo que fuera exactamente esa su respuesta. Pero ese era el enfoque de sus palabras. Tenía una voz gruesa, mucha seguridad. A mí me encantaba todo de él.
Durante aquellos años me sentía implacable, inalcanzable. Era joven. Me hacía pensar que la mayoría de los hombres me deseaba y quería algo conmigo. Él me hacía sentir viva, risueña, y el que me presumiera a los demás de esa forma me fascinaba. Era una especie de atención que quizá no había tenido antes y que me hacía pensar que llegaría muy lejos. Nunca entendí bien porque terminamos a los dos años ni porque nos acostamos luego cuando cada uno tenía ya otra relación. Supongo que hay una extraña coincidencia en todo eso. Tendemos usualmente a buscar refugio en quienes conocemos, en quienes depositamos ese cariño y esa confianza. Buscamos repetir sensaciones. Como si eso aliviara la carga.

Es curioso, sin embargo, que el tiempo nos haya llevado por distintos caminos. Esteban se graduó como abogado en una escuela de no mucho renombre. Aunque, nunca supe si eso era lo que quería. Actualmente se dedica a dar charlas sobre depresión, ansiedad, estrés. Y su discurso, que parece ya articulado, ahora me resulta insensato y vacuo. No creo que eso sea un trabajo real. Es cierto que desmejoró su aspecto con los años, subió de peso y pese a que su sonrisa es la misma, veo en su rostro algo de fastidio. Sonrisa como máscara, él decía. Qué ironía que así sean las cosas. El tiempo al final devela el espíritu de la gente. Me sorprende aún que las mujeres lo sigan.

—Te ves triste —me dijo él en el autobús, casi al llegar a la parada. No quise responderle.

Continuamos en el viaje los dos sentados, sin decir algo. Yo veía el paisaje urbano y él, supongo, me miraba cuestionándose. Sí que me sentía triste, decaída, sin razón aparente, pero no iba a confirmárselo tan fácilmente. La crisis de la adultez sonaba más probable. Las últimas semanas fueron apabullantes, agotadoras. Había perdido a mis amigos, dejé de responder llamadas, me costaba muchísimo responder a los mensajes y luego sentía vergüenza por querer retomar todas las cosas. No sé porque me concentré demasiado en el trabajo. No salía de casa, cancelaba citas, lloraba a ratos. Llegué a sentir, inclusive, que el mundo me odiaba. No sabía qué hacer. Supongo que por eso acabé en terapia.

La terapia del doctor Chang era increíble. Era la hora y media que más esperaba durante la semana. A veces el único alivio para una rutina tan desoladora. Solía pasarla fenomenal, sollozando, gritando, reprochando y sacando todo lo que habitaba en mi mente. Esa mezcla de universos que eventualmente chocan entre sí, estableciendo latentes conexiones. Daños concretos. En las primeras sesiones fue la inseguridad el tema principal. Ello nos llevó hacía la relación con mi padre, con Esteban, con los sueños rotos y la vida amorosa. Las siguientes sesiones fueron más profundas, aunque no con menos llanto. Descubrí que el abandono de mis padres durante mi adolescencia había causado eco en mi personalidad. Trauma lindo, irreparable. También me percaté que solía desaparecer como plan de emergencia. Caí en cuenta de la gente que me apoyaba y a la que le di la espalda por estar deprimida; los tantos reclamos que le había hecho a mis parejas que en realidad eran reclamos al aire por la atención que mi familia no me daba. Fueron muchos los problemas, o traumas, que uno carga desde la infancia y que permean en la manera en la que vemos. Recuerdo que José, mi último novio, solía decírmelo. Él tenía otros problemas. Siempre minimicé los míos, justamente porque los suyos parecían más graves. Siento pena de no haberlo escuchado.

—Bajamos aquí —susurró Esteban. Yo lo seguí. Había sido muy tierno de su parte acompañarme hasta la puerta del despacho del doctor Chang, aun con su inocente insistencia.

Y allí nos quedamos. Me senté en la sala de espera, como todas las veces, y le pedí a Esteban que se quedara otro poco. Hablamos de cosas triviales: los procesos de titulación, la ciudad, el tráfico, y así fuimos estableciendo contacto durante unos minutos. Usualmente la espera era larga.

—¿Cómo te imaginas que será el futuro? —preguntó él, serio.

—No lo sé. ¿A quién le importa?

—Me refiero a… ¿Cómo crees que seamos nosotros en unos cinco o seis años? Tal vez más. ¿Qué crees que suceda?

—No lo sé. Tu tendrás hijos, estarás casado con una mujer hermosa a la que amarás toda la vida; y yo quizá esté comprometida con un hombre al que no amo, pero que me fascina. Así es la vida. ¿A quién le importa?

Esteban se quedó un rato pensativo. Había dejado de mirarme. Las miradas normalmente manifiestan todo lo que hay dentro del alma. Eso dicen. Hubo una pausa larga, incomoda, entonces. De pronto pensé que en realidad yo quería ser escritora y no diseñadora, que quería comenzar a vivir sola en algún lejano lugar. A las afueras se escuchaban los cláxones y el bullicio del viento. No creo ser una mujer triste, me dije en silencio. Y sin querer me pregunté si creía en el destino. Como una forma de convencerme de que las cosas tienen su objeto.

—Vamos afuera, ¿no? —dijo Esteban.

—De acuerdo.

—Conozco un hotel a unas cuadras de aquí. ¿Vamos?

Y en ese momento me sentí perfecta, deseada. Por un efímero instante de nuevo segura, acompañada. Esteban me había dicho en la cafetería que amaba a Daisy, su novia, y que había aceptado salir conmigo para arreglar las cosas. El amor es algo siniestro, en definitiva: playa contenida como el pavimento próximo a los charcos.