Mi chica ideal

“Buenos días. Usted es la chica perfecta para mí.”

Haruki Murakami

 

Supe que ella sería mi chica ideal desde que la vi caminar por la calle. Ya sé lo que usted dirá y no, esto no es una historia de amor. Ojalá lo fuera. Soy sincero.

Pensé que sería una historia de amor. Me enamoré de mi chica ideal a los cincuenta y tres años y no fue en vano.

Creí que se trataba de una de esas enfermedades que uno comienza a padecer a cierta edad, pero el médico me decía que todo andaba bien conmigo.

—¿Seguro que la viste? No vi nada —me dijo Julio.

—Te juro que la vi pasar. ¡Demonios! Debiste verla. Es hermosa, ¡no puedo creer que no la vieras!

—La próxima vez que la veas, me la señalas.

—No podría.

—Entonces, ve a hablarle.

—¿Qué le diría? Esto no es una historia de Murakami, viejo. La vida no funciona así. Cuando un vejestorio se acerca a hablarle a su chica ideal, ella acaba por ofenderse y se aleja.

La verdad es que soy tímido, terriblemente tímido. En toda mi vida sólo he tenido un romance de verano y, en cuanto al amor, jamás volvió a repetirse. Es como si esa especie extraña de circunstancia amorosa sólo estuviera hecha para todo el mundo, menos para mí.

Claro que esto no es una historia de Murakami.

Hola, ¿cómo estás? Disculpa la repentina forma de hablarte. Me llamo Xavier y tú eres mi chica ideal. ¿Puedo sentarme contigo? Sí, también voy a Ceva, trabajó ahí. Soy profesor sustituto. Sí. Clases de Historia. Lo normal. Los niños hacen la tarea; intento dar bien mis clases. Un poco. A veces me ganan los nervios, como ahora. ¡Claro que estoy nervioso! Jamás antes había hablado con mi chica ideal. ¡Perdón, no te vayas! Todo el mundo esperaría eso. Una plática absurda de un viejo decrépito hablándole a su chica ideal. Ella se bajó del autobús y me dejó plantado, solo, con el corazón temblando.

No volví a verla en otras ocasiones en el transporte. Día tras día hablaba de ella con Julio, otro profesor suplente.

—Tengo que pedirte un favor —me dijo Julio una noche por teléfono—. Mañana tengo junta con los padres de un grupo y llegaré tarde. ¿Podrías entretenerlos mientras llego? Sólo serán diez minutos a lo mucho de retraso.

Claro. Un compañero siempre estaría dispuesto a cubrir a su camarada. Más si en esa junta, por la estúpida ocurrencia de un mago de las circunstancias, estuviera mi chica ideal.

Entré al salón, tomé asiento, agarré la lista de asistencia y comencé a decir el nombre de los estudiantes, pidiendo también el de los padres. Ya sé que es una excusa débil y barata, pero funcionó.

—Orduño Máximo Tuliano.

—Aquí está, profesor. Lo acompaño yo. Soy su hermana mayor, Olivia. Mi padre no pudo venir.

—No hay ningún problema, querida.

No, mientras aceptara tomar un café conmigo después de la junta.

La esperé afuera del salón; al terminar la junta, le dije que quería hablar con ella. Me llegaba al hombro. Su cabello rojísimo olía a gardenias y sudor; su piel era blanca, no puedo decir que suave, porque eso jamás lo supe; tenía algunos lunares en el cuello y pecas por toda la nariz; usaba camisa corta, se le veían los vellos de la axila; estaba un poco desalineada, se le notaba el bigotito y tenía un poco de mugre en la oreja; además, le olía la boca a carne con mostaza y uno de sus dientes estaba ligeramente chueco. Claro que era mi chica ideal, y la tenía frente a mí.

—Disculpe por lo de la otra vez.

—No se preocupe.

—¿Tendrá libre ésta tarde?

—¡Pero qué atrevido es usted, profesor! —era muy coqueta al hablar.

—Son mis nervios al…

—Al estar frente a de su chica ideal. Ja, ja, ja. Tengo libre la tarde. Vaya por mí a la estación de autobuses de la avenida Counttier, allí lo espero. Cinco y cuarto.

Sé que esto parece una historia absurda de amor, y estoy convencido de que estas cosas sólo pueden ser inventadas por los poetas más pesimistas que jamás hayan existido, pero sucedió. A pesar de mi nerviosismo, de mi terrible nerviosismo, pude acordar una cita con mi chica ideal, si es que aquello fue una cita.

Me enamoré de mi chica ideal a los cincuenta y tres años y no fue en vano. Aún la recuerdo, recuerdo su nombre, su forma de caminar… Salí tarde por revisar los exámenes. En el camino no paraba de mirarme en el reflejo de los vidrios de los negocios por los que pasaba. ¿En qué estaba pensando? Una chica no se enamoraría de un vejete canoso y arrugado como yo, de un estúpido al que ya no se le para la verga, no. La chica ideal busca, quiere, desea el fuego más ardiente que un hombre pueda ofrecerle, un beso lleno de amor, no una boca seca y sin dientes. La cita, si es que era una cita, sólo sucedería por mera cortesía. El sonido de una sirena me sacó de mi estúpido monólogo fatalista. Intenté darle una sonrisa a una camarera y seguí caminando hacia la parada del autobús.

No era demasiado tarde, a lo sumo me había retrasado diez o quince minutos. Había demasiada gente en la parada. Me coloqué en un sitio en el que ella pudiera reconocerme y esperé. Al parecer todavía no llegaba.

—Oiga —me tomó del brazo un extraño—, ¿no sabe en dónde hay otra parada por aquí?

—Seis cuadras hacia allá hay otra. ¿Lleva mucho esperando?

—Sí. Por lo del choque. Andan diciendo que no pasarán autobuses en un buen rato.

—¿Choque?, ¿qué choque?

—Hace una media hora un autobús atropelló a alguien. La ambulancia se lo llevó, pero la gente dice que ya estaba muerto desde antes de que llegara la ambulancia.

—Con razón hay demasiada gente aquí. ¿Era un hombre grande?

—No lo sé. Dicen que era un muchacho. No sabré decirle. Chismean que el autobús le aplastó toda la cara y el brazo.

—Qué cosas. Limpiaron muy rápido por lo que veo…

Más terrible que eso fue que ella no llegó. Tal vez por la gente, por el choque, tal vez porque no era una cita.

Conocí a mi chica ideal por pura coincidencia, pero uno no siempre puede decir que pudo estar cerca de sonreír a su lado.

Una semana después me encontré a Orduño en los pasillos.

—¡Oye, niño! —le dije—. Hace unos días me quedé de ver con tu hermana para lo de un trabajo. ¿No sabes qué pasó con ella?

El niño me miró, se limpió las lágrimas con las mangas de su suéter y salió corriendo.