Mi abuela, Leo.

Hoy abrí la heladera y lloré. Real. Ustedes pensarán que soy estúpida, y no voy a negarlo. Pero encontré adentro un tesoro. Algo que me llevo muchos años atrás, donde el mejor plan de fin de semana era ir y hacer pijamadas con mi abuela. La que cumplía cualquier deseo. Como, por ejemplo, gelatina de durazno para el postre.

El diciembre pasado ella decidió que se quería ir. Nunca llore tanto como el día que la despedí en el hospital. No pensé nunca que esto podía pasar. No fui a su entierro, y siendo honesta, me porte como una mierda ante el dolor de mi viejo. Y odio admitir que, de todas las emociones, el dolor es la única que no se llevar bien, de hecho, lo ignoro. Siempre.

Pero hoy ver esa estúpida gelatina, sentir ese gusto ( totalmente químico y metálico) me hizo sentirla cerca, conmigo. Nunca voy a abrazar una piel tan suave, ni escuchar una voz tan cálida, y menos probar unos mates tan ricos ( y calientes, puta, siempre me quemaban hasta el alma).

Mi abuela era como todas las abuelas, la mejor abuela del mundo y de todos los mundos que existan.