Llegué a Medellín atraída por la escena punk de los años 80.

Por Rodrigo de No futuro (1990).

Por Gonzalo Arango, los nadaístas.

Fernando Vallejo

y la virgen de los sicarios.

Cada ciudad que he conocido fue primero un constructo en mi imaginación que llegó a través del cine, de la literatura o de la música. Historias de amigos o relatos de viajeros van trazando como una ruta, y con el tiempo van acelerando mi interés de estar en un lugar, de descubrirlo en cada paso.

Me sigue sorprendiendo que Medellín sea capaz de transformar en arte el dolor de su propia historia. Que de tiempos tan oscuros busque la manera de narrarse a sí misma desde la aventura, desde el erotismo, desde la idealización, desde la fiesta eterna, desde la búsqueda, pero nunca desde la derrota.

He tenido últimamente la sensación de que mientras más conozco la ciudad, accedo también a partes de mí misma que desconocía. Como si se hubiera convertido en la metáfora de mi laberinto mental. Laberinto que aprendo a recorrer con el tiempo y que me lleva a lugares donde siempre quise estar, pero que a la vez me confronta con sombras de las que pensé que había escapado.

Una sensación inquietante, perturbadora, fascinante.

Como la ciudad que vine buscando,

los protagonistas de esas historias

y el Breakbeat de esas canciones.