Era tan salvaje que sólo conducíamos sobre el hilo de la mediocridad. La simpatía por la calma se había vuelto tema de hastío, ya no queríamos conciliar las olas por lo azul del viento, queríamos surfear los pensamientos más profundos de la libertad en medio del caos, la fractura más turbulenta del dolor y la costura de los vacíos más próximos.
Dejamos que la oscuridad sobrepasara la tormenta de situaciones armoniosas. Todo se convirtió lentamente en un océano suscrito a las emociones terminales entre el contexto y la magia de la superficie, terminando con el oxígeno que nos había hecho aguantar debajo del agua, hasta quedar inconscientes y renovar la vida que lentamente nos había arrebatado el cielo.
Sólo decíamos las palabras que nos venían a la mente, nuestros cuerpos desnudos sintonizaban un canal que no descifrábamos, ocultándonos detrás del piano de las melodías dulces entre brumas y dulces entonaciones bravas, rotas, en llamas y toscas.
Volamos en las ramas de la apatía y el amor. El mundo externo se volvía un sueño completamente inexistente, situado en nuestro consciente y filtraciones de alegría con situaciones demasiado reales y tristes.
La eternidad nos grita entre las rocas que nunca dejaremos de querernos. En la arena hemos marcado nuestros pasos y nuestra sinfonía de muerte. Estamos juntos para volar y estallar como la salva en los latidos del corazón.
Pasa el tiempo y no abandona la lista de encuentros furtivos, situaciones compartidas sin sentido y llenas de una verde ilusión, madura y lejana, tan situacional como el mismo instante del que partimos el día que nos conocimos.
Nadamos en un mar de salva para no vivir ahogados entre tanta falsedad descubierta al aire.
Fotografía: PJ Wang