Lo cotidiano de la ciudad

Martha, la mujer del método y la energía, la terapeuta y amante de las plantas,  había desterrado de su cuerpo la fruta de la serenidad que durante tanto tiempo había trabajado, esa que brindaba el equilibrio y paz, que la hacía caminar como si flotara, que al acercase a ella contagiara la alegría como la carcajada del inocente que ríe por primera vez. Ese fruto que tanto esfuerzo costó, primero por encontrar su propia semilla y regarla con perdones, paciencia y amor, mantenerla con el autocuidado de la observación y la compasión, darle los baños de la luz que día a día requería mostrándola a quienes se acercaban a contemplarla. Qué difícil volver a ella, qué difícil volver a encontrarse cuando el fruto ha sido arrancado por el caos, la monotonía y la necesidades de este mundo. Ahí, esperando el autobús, ella olvidó hacía donde iba y lo que le correspondía hacer ese día, respiró como no lo había hecho en un largo tiempo, desde que los clientes la abrumaron, la familia la contagió de nostalgia y las cuentas no dejaban de llegar como si fueran un costal sin fondo. En esa respiración sintió el vacío que dejó aquel fruto arrancado sin darse cuenta y sintió la nostalgia de quien vive un duelo por la pérdida de alguien, pues ¿acaso no hay algo más difícil que sentirse muerto en vida? Ahí, desde el vació decidió regresar a casa, y buscar el agua, la tierra y la luz para volverse a cultivar.