La parte de la novela que nunca escribí (reconstrucción)

(1)

Subió Ana Bernabéu por las escaleras de servicio hasta llegar a su departamento, dudosa, reflexiva. Razonaba en cómo iba a ser su vida ahora que estaba sola —independiente—. Al entrar, aventó sus llaves sobre la mesa, en la cocina, en donde dejó también su bolso de noche y sus zapatos azules. Allí, preparó un poco de café caliente. Previo a adentrarse a su recámara helada. Al cabo de un rato, y sin encender las luces, pensó ella en la moral de la mercadotecnia, en su propia moral. Luego de ello, se situó en el balcón. Apreció por unos instantes la flagrante noche. Hacia donde la perspectiva le permitía ver las luces de la ciudad a lo lejos. Hasta ese horizonte se dirigió su vistazo. Ya recargada, se sonrojó de pronto. Sin darse explicaciones.

Admiraba la ciudad con fijeza. Atisbaba ella, con cierta melancolía, los edificios altos, tan lejanos y tan virtuales, bajo el tenor de la niebla y sus ojos taciturnos. Oteaba, con irrisible paciencia, las manchas raras habitando su nerviosa piel veinteañera, leve y soñadora. Sin pensarlo, suspiró y musitó. A ratos con desgana. Y, mientras entreveía su reflejo en la fachada acristalada del edificio vecino, quiso vaciarse, desvestirse, para eventualmente descifrar, en la hosquedad de un intervalo, las narrativas que bordeaban su intrínseco espacio. Las formas —con las que la arquitectura se emplazaba a su alrededor— a eso le incitaban. Razón que la motivó a cavilar en la alusión de un evento poético y dispuesto. El cual se disipaba vacilante y lentamente de su interior.

Durante unos segundos, advirtió ella su inconsciente, a expensas de convencerse de que era su voz. La habitación se mantenía iluminada apenas por las farolas densas de la calle y el resplandor de los últimos pisos de los edificios aledaños. El color café —el de los muros de madera— con dificultad se apreciaba. Apenas se percibía el fulgor de sus movimientos y el olor a pena creciendo en el exterior. Un olor siempre acompañado de sonrisas alegres, enamoradizas e insulsas, se decía ella. Olor que ocultaba lo que carcomía su espíritu prisionero y mantenía sus labios inanimados.

Con una prontitud exuberante, divisó el reloj de pared y pasó a desvestirse. Por fin, después de beber otro sorbo de café ya tibio. Llovía afuera tenuemente. Como dentro de ella. Había comenzado por desprenderse de su saco elegante. Se desabotonaba su blusa. Entretanto, recapacitaba despacio. Al quitarse su pantalón de tela observó, sin querer, su rostro malvado en la proyección de su sombra. Como si esta fuera otra persona que contenía, en su aspecto inocente, un aura excitante. Enseguida, analizó sus ojos color canela frente al espejo ovalado, y comparó tonos con los de su tersa piel. Se dejó caer en la cama. Distendida. Sin escuchar siquiera el sonido de los fuegos artificiales provenientes del centro. Estruendos, chiflidos, cosmos turbulentos, se distinguían a lo lejos. Algún otro sonido recordándole cosas. Algún otro recuerdo cantándole en silencio.

La sensación era modesta en aquel desolado lugar. El frío era aterrador, aunque atractivo. El paisaje sosegado y disidente. Habían pasado ya los sonidos de sirenas, de cláxones. Habrían entrado las corrientes de aire por el balcón abierto, al que Ana Bernabéu quitó las cortinas de un golpe, en uno de sus pequeños enfados. Era esa una sensación extraña, aunque asimismo alucinante. En la habitación, la única posibilidad para obtener calor era la de cubrirse con montones de ropa —que ella se habría quitado—. O esconderse bajo las cobijas pesadas y lúgubres, en cuyo interior se encubrían súbitos fantasmas, llantos y lecciones. O encender una llama. O mirar televisión. Optó ella por huir bajo sábanas de puntos y un par de cobijas color beige. Era esa una manera de esconder su cuerpo tembloroso en un mar de opacidad que sólo le dejaba pensamientos iguales: sombríos, retraídos, llenos de una intensa contrariedad.

La noche sosegada y el peligro de la calle se postraron ante ella, prontamente. Las miradas cansadas de los transeúntes a altas horas llegaban a sentirse. Ana Bernabéu escuchaba asiduamente sus voces, exteriorizaba sus identidades, aun ojeando desde el interior de las cobijas, con suma curiosidad. Sentía ella el frio todavía adentrarse a sus fibras y tocar la parte vulnerable de su día a día: su soledad. En consecuencia, discurría, entre sorbos, en lo violento de la modernidad, en su expresión de tristeza. Esa impresión, cuya naturaleza abundaba, inundaba a su líquido cuerpo, generando convulsiones, provocando catarsis. Fue así que giró su cabeza, lloriqueando de a poco. Dejaba que las lágrimas atizasen sus pómulos, en tanto que su magín formaba frases empáticas y repetía escenas de películas en grises, para poder distraerse.

Tras compadecerse de eso, palpó el rubor espeso del ambiente. Mismo que empañaba los grandes cristales. Sufrió de lo helado de la brisa, de su creatividad contenida, al paso en que la aterradora frialdad le invitaba a quitarse aquellas sabanas. A revelarse de su gravedad. Au pied de la lettre, caviló. Mientras, el aburrimiento —producto de ese cansancio transitorio en ella— atiborró sus ideas, creando escenas dignas de una historia pasional. Tal vez narrada en blancos y negros. Tal cual sus gustos nostálgicos. Eso supuso. Podía ser esa su estrecha esencia, sentenciada a domiciliarse en una guerra constante.

(2)

Gustosa de imaginarse como la protagonista de una contemporánea novela, se sentó al borde de la cama. Allá donde asistía su noble coraje. Hacía el balcón. Hacía su reflejo en el cristal, próximo a la calle. Durante un rato, continuó meditando, transfigurando el vacuo contenido de su imaginación hacia un contenido más intenso, más sensual. Ahí donde la piel se erizarse con el soplar del viento y los cabellos emitiesen aquella electricidad propia del roce de dos cuerpos irrefrenables. Poco después, bebió un último sorbo. Examinó el vaso en sus manos. Se lamentó y sonrió. Su sonrisa contenía pesadumbre. Lo sabía ella. Aún con ello, se contuvo y siguió.

El frío era devastador, lo notó ella. Sus palmas estaban tan gélidas como siempre. Las cobijas, la ropa, las puertas, no eran suficientes ni la luz era realmente buena. Quedó Ana Bernabéu estoica por unos segundos, percibiendo en sus hombros la brisa pasajera. Cavilaba, en ese paseo, sobre si su papel en la sociedad tenía alguna relevancia. Al hacerlo, sintió a su vez un extraño existir. Cual si flotase en el espacio con la liviandad de una hoja. Apreció la luna menguante en el lienzo estrellado, decorando el panorama. Y escuchó los sonidos de la ciudad diluirse. Por eso, su respiración, poco a poco, pasó a ralentizarse.

Con ello —y a pesar de ello—, su pensamiento se volvió abstracto, repetitivo. Casi como si pudiera escuchar a sus latidos detenerse y sincronizarse con el tic tac del reloj de pared que marcaba ya las dos con quince. Pulsaba en ella el desarraigo y el abandono. Punitivo estallido. Punitiva llamarada quebrando su impulso. Quiso sollozar, detenerse, apretujarse. De repente, uno de esos latidos así se lo advertía. Había pensado en si misma durante horas. Hasta que se vio en la reminiscencia de alguien más, de aquella sombra.

Fue y volvió del tocador, con sus ojitos inciertos, tras ponerse encima una bata extravagante y decirse que se veía bella y misteriosa. Regresó a espiar lo negro de la noche, sin saber que así era —casi— su cavilar cotidiano: lleno de un huero diminuto próximo a expandirse, a colisionar con la realidad. Sucedieron los pasos, hasta volver a sentir el ambiente exiguo. Atmósfera que le invitaba mansamente a acercarse. Quizás todo eso, se dijo, marcaba la línea entre lo que es todo barbarie y lo que es artística expresión. Se había apoyado en el filo de la puerta, cuando pensó, cual niña, en juegos y juguetes, y en el placer de correr por los campos de maíz que visitaba en verano, cuando su abuelo aún vivía. Continuó recordando, sin pena, llevando a su memoria diminutas entradas. Con esa pesadumbre impregnada en las escenas en grises, vació así sus dolencias, sus problemas y ataduras. Estaba apenas cubierta por una bata de tela amarilla que transparentaba su cuerpo. Viva. Entre el juego de sombras que su propio aparecer y desaparecer empezaban a esbozar. Su piel se erizaba. No obstante, sólo su razón importaba al final. Importaba su voz exclamando, susurrando. Su delirante gobernanza. O eso quería creer. Eso creía.

Luego de abstraerse, retornó a la cama, donde se dejó llevar plenamente. En ese universo, apoyó sus pies —también fríos— en la almohada. Y después de unos minutos, intentó tocar el techo con sus manos suaves. Hizo, al cabo, figuras en el aire. Incluso dibujando en la nada lo que podía ser su retrato. A su imaginar vino uno de los cuadros de Manuel Felguérez: La curva del tiempo. En él, divisó sus propias remembranzas y sueños. Atisbó, en ese paralelismo, un significado realmente inexplicable: entre la semántica y la semiótica, entre lo etéreo y lo natural, entre lo carnal y lo surreal, entre lo sexual y lo revolucionario. Lo resumió todo, en conclusión. Se afligió de nuevo. Pensó, en ese momento, en la vida y sus tejidos, y desistió de recrear viejos recuerdos.

Lejos de manifestar su propio desmayo, tomó ella, por tanto, sus rebeldes cabellos, queriendo con ello ser tan autónoma como leve. Tal cual esa obra, cuya composición iba del orden al caos y del caos al orden. Meditó, pues, sobre sí, por unos segundos, sobre el decaído marchar de sus compañeros, sobre la aurora que perforaba el aireo y el pensamiento fugaz; en eso que provocaba conmoción. Especuló en la sinrazón de su vagar, en el criminal historial de su espalda y sus caderas. Sin embargo, era inútil. Seguía sintiendo el frío dentro de su privado espacio. No el frío del viento ni de la altura ni de la calle. No la baja temperatura de su cuerpo, ni de sus familiares hilos, ni de sus particulares partes, sino el del retrato, el de su metamorfoseada imagen, de su reflejo, de su vívido instante.

Apartó ese pensamiento mientras aplastaba la almohada con sus dos piernas. Ana Bernabéu intuía que así aseguraba y controlaba sus ecos. Durante quince minutos, ella contó las veces en que la corriente de aire tocaba su vientre. Operación que, por supuesto, instaba a decaerse. Pero que, de alguna otra forma, le había llevado a redefinir sus contornos.

Rumió en algo tan pronto como pudo, para desaparecer de nuevo. En su magín se encontraba la imagen de alguien inexistente. Una sombra. Una visión duradera como sensata. Era ese su amor momentáneo, volcado a producir sus intenciones enterradas y así desenterrar la versión editada de sus estimulantes profundidades. O era quizás su fantasía pueril. Fantasía que tanto gozaba recordar exactamente a esas horas. Máxime, en situaciones como esas, entre las que el ser se mueve en medio territorios hostiles, inseguros. Territorios sin un mañana cierto. Territorios donde el alma se sabe parte de ninguna parte y de todas partes. Minutos más tarde, Ana Bernabéu veló con su reflexión. Luego de reaccionar a estímulos del corazón. Siendo así, se dedicó a imaginar las flores en el parque, las pocas nubes en el cielo y a las personas deambular por la calle a través del balcón de su recámara. Quiso, al cabo, organizar la revuelta, inspirar a sus congéneres a luchar contra el sistema.

Desde hacía un rato, abrazó la idea de que la veían libre, ligera. Idea de que una digital efigie la observaba ser, hacer y deshacer. Sin mascaras. Sin etiquetas. Siendo ella, más bien, desde su otredad. Imaginaba a las abejas ir por el polen, con una deseosa mueca. Se situó en su lugar, probando nuevos vuelos, nuevas rarezas, realizando viajes irreverentes, nunca experimentados. Entonces, escuchó, sin querer, voces venir del departamento adjunto. Eran susurros discretos. Dos amantes diciéndose frases románticas al oído, con tonos obscenos. Desvaneciéndose, olvidándose.

(3)

Aun cuando desabotonó su bata sosa buscando comodidad, se vio a si misma con calidez. Poco después de reconocer sus pómulos ruborizados y su tacto liviano. Al cabo de una infinitud de reflexiones, se miró en la sombra. Hasta la llamo por su nombre. El calor reventaba su mente con tacto suave, morosamente, para ese momento. Eso le trajo satisfacción, espasmos de algarada. Le condujo a presenciar el horizonte en su propia figura. Tras un largo rato, se recostó ella sobre el borde de la cama, cerrando sus ojos y palpando en su cuello la última frase que le hizo escaparse. Acomodó la almohada —objeto que, como ella, tenía distintas caras: desde las más obvias hasta las más perversas—, y comenzó a imaginar a aquella sombra grisácea, sonriendo, maldiciendo, con gestos masculinos y femeninos, indistintamente.

Había hecho ella un ademán pícaro, reconocible, moviéndose con obsecuencia al sentir su fragancia. Poco después, se había instalado en su cavilar. Extensión dónde se apreciaba voraz, pero también endeble. Por fin atisbó, seguidamente, en el edificio vecino, su propia mirada. Atenta. Concentrada. Como la proyección de un recuerdo futuro. Como las abstractas figuras del mismo cuadro atravesando lo eterno en la distancia, cambiando con el paso del tiempo.

Sucedieron los pensares subjetivos, sin que Ana Bernabéu se diera cuenta. Por alguna extraña razón, la friolenta ventisca dejó de calar hondo en los huesos de ella quien, en sus intensos deseos, suspiró con ahínco, inhalando a bocanadas largas el oxígeno que tanto le hacía falta. Recreaba ella, de muchas formas, el aroma de la primavera y las espinas de los árboles, hasta vislumbrar en sus codos la alegórica forma de un descubrimiento.

Sensitivamente, la oscuridad le invitaba a conocer su cuerpo y reconocerlo sin poder verlo completamente. Sólo a pensar en su propio firmamento. Cual acertijo. Cual duda. Cual lectura en braille. Cual andanza nocturna. Como si de algún modo, el contexto le invitase a llevar sus yemas heladas por su piel cálida, buscando un cobijo pausado que parecía no existir todavía dentro de ella.

Se había ya recostado, girado. Había tocado con sus manos sus inanimados labios, regenerando su esmalte. Imaginaba, emocionada, el cómo esa sombra incólume acechaba su sorpresa. Imaginando asimismo a su propio reflejo actuar, de todas maneras, como lo impaciente que era. Impaciente. Como quien asume las reglas y aun así las rompe. De ese modo, desenmascaró una de sus visiones. Por primera vez caviló en que su sensibilidad era parte de su lenguaje.

Al pensar en ese espectro, su cuerpo se erizó por completo como nunca antes. Cierta humedad llevaba a sus gemelos a moverse. Las vibraciones del sonido acercaban sus manos, aún gélidas, por sus hombros y sus pómulos rosados. Después de haber rozado sus rodillas, tobillos y piernas. En ese orden. La cobija tenía la temperatura correcta entonces —aunque debajo de ella—. Al igual que sus talones y sus antebrazos. Se calentaban de a poco. Entretanto, aquellos dedos finos —con los que dibujaba en la ausencia— contaban, con delicadeza, los lunares que había en el camino de su mentón a su abdomen. La luz fue haciéndose tenue, pues su mirar se cerraba y abría, construyendo ventanas hacia mundos distintos, transgrediendo inclusive sus concavidades. Sus clavículas se acentuaron. También su rastro fluido. Contestación a una comunidad manifiesta.

Su mente reproducía imágenes de esa sombra haciendo movimientos bruscos. Con fuerte semblante e inmaculado pundonor, Ana Bernabéu se torcía. Experimentaba ella una pesadilla inmóvil, llana. Había pasado, de tocar la comisura de sus huesos, a reconocer sus pechos delicados. Firmes perfiles que únicamente podía ver al espejo, en las mañanas, cuando salía de bañarse. Mientras, abatía su recalcitrante piel, en demanda de paz y consuelo. El viento golpeaba la ventana. Y ella se distraía al escuchar el estruendoso sonido de un algo. Algo que asechaba su mente: un pecado.

Se vislumbró, por lo tanto, bajo el desmedro experiencial de un contexto en desplome. Atestada ella de ideas que conminaban su aburrimiento, se movió en la cama, se alabeó en combate. Se sacudió sus lamentos. Empero, ella se hería al responder ya sus engañosas dudas, al danzar líquidamente, al escindir la dualidad, al elucubrar sobre su boca carmesí con un beso a la nada y un suspiro interior. Hizo Ana Bernabéu una mordida absurda a sus labios, provocando tesón. A la par que aquellos bordes curvos que enarbolaban preguntas. Contempló otra vez el horizonte. Esta vez trasladándose hasta donde pudo llegar su visión apasionada.

Con una mirada coqueta y un ademan de vanguardia, se sonrojó. Comenzó a cantar, antecediendo así, a las expresiones rebeldes que luego chocarían, generando murmullos, sonidos de agua y pertenencia. Ana Bernabéu volvió a doblarse en la cama. Hasta contemplar en el techo descuidado otra vez a la sombra. Le entrevió casualmente. Musitó, con ingravidez. Poco después, ideó que ese fantasma arrullaba sus plantas, su bondad, sus caireles. Receló que en una tarde veraniega ella se corrompía. Entonces, se imaginó saliendo de la ciudad y sus picos, por un cuantioso rato, nada más con gritar al vacío. Se imaginó en una cueva perdida, en una playa recóndita, en un cuarto iluminado al que rodean tres muros de piedra y uno de tela, en un habitáculo dónde la resonancia se repliega, bajo el resguardo de un árbol, en un bosque latente, o quizás sobre el rocío de una lisonjera mañana. Especuló en que sus labios besaban otros labios, evaneciendo su amnesia. Livianamente, estudió. Pues, reprodujo tal cariño y amor que no paraba de abrazar, besar, herir, pinchar y merodear, en su mente, vainas de humo. Así memoró ella su ternura y su afecto. No obstante, la situación, ella sabía, daba a pensar de otro modo, a actuar ante un clímax penetrante. A resolverse en el meollo.

Se sentía sola, frágil a ratos. Reconocía con sus yemas la profundidad de su piel, punzando la ternura de su ser y accionando un mecanismo fácil de hacer ella sola. Un ir y venir de sensaciones. De lento a rápido en un santiamén. De fuera. Desde dentro.

Estar con aquel fantasma —aun nítido en sus ojos— parecía una cosa vacua, deshonesta. Eso creía. Su cabeza, sentía ella, le evidenciaba. Tras unos segundos de introspección y picantes disparates, se dijo, por fin, que era ya tarde. Intuyó un extenso dormir. Aunque, la verdad, lo único que quería Ana Bernabéu era, sin más ni menos, volver a sentirse sola y melancólica, vehículo prohibido e impersonal. Territorio suyo era su sustancia. Bandera con la cual navegar desde la vergüenza y la atemporalidad. Jadeó. Jadeó.

Reconoció su cuerpo con su boca, al cabo de unos instantes. Con sus labios húmedos, saboreó su interior y robó su alma un suspiro de terror que le dio para sentirse llena por un segundo. Sus palmas se empaparon de un sudor apenas ostensible. Hizo ella una pegajosa pausa. Se coló en sus memorias. Se introdujo a sí misma en la construcción de una efímera trinchera. Hacia donde se silencian los bombardeos. Eso le llevó tiempo de duda, de profundo misterio. Le produjo sensaciones variadas que rondaban la excitación y la sensualidad, el pasado y su esencia, arquetipo del presente. Eso que daba el olvidarlo todo, en reiniciar su sistema y volcar su mente apenas sus manos —ya humeantes— tocasen superficialmente su suave vientre y su parte más femenina.

Quiso, pues, que la vieran desnuda sin verse desnuda, penetrar el subsuelo. Ser como el acero, como las dunas, como el papel, como el perfume. Ser como un turbado ideal. Quiso que la tomarán de uno de sus agravios, que conquistarán sus conquistas, que irrumpieran en sus miedos. Imaginó recorrer —con sus manos— aquel cuerpo grueso pero afectuoso que veía al espejo siempre carialegre, bello, anhelante. Rumió en que alguien estaba a su lado, acariciando fríamente sus nervios e instándole a abrirse de un modo nunca experimentado —en carne propia—. Entonces, sus tobillos se separaron. Sus palmas se unieron, por un instante que duro casi cien años. Quiso, en ese momento, poblar las nevadas montañas, los congelados ríos. Quiso ser un lamento, un afiche reciente. Meditó en ella, se vio como un astro gigante, virando hacia atrás.

No podía pensar en más. Todo le distraía. La adrenalina era ya superflua. Sus pensamientos transmutaban. Se volvían tangibles, codiciosos, y luego se esfumaban. Reaparecían. Se sinceraban. Se acostaban. A veces con ella, a veces en ella. Se iban. Volvían. Sobrevivían. Morían. Revivían.

(4)

Pronto sintió que, con una fuerza viril, la tomaban de las caderas, de sus muslos, acechando sus exhalaciones; que cada parte de ella respondía con ese romance retador y enigmático. Propio de la edad y el juego, de la magia y el encanto. Luego, deseó que la tomasen de inmediato desde su apachurrado recelo. En un proceder en que el cuerpo se conectará con otro, eximiamente. Deseó que apretasen, con desfogado vigor, sus hombros, flexionando sus inocentes y singulares periferias. Mientras tanto, suponía que una carga de electricidad vagase, indigna, hacia sus poros, su honra y su murria. Sólo su sentido del tacto afirmaba tal cosa. Era esa imagen la de una masa sobre el espacio infinito, sobre el gozoso deseo, sobre el dichoso paraíso. Musitó que lo era. Que era ella sabiéndose explorar su propia persistencia, tan sólo con sus pequeñas huellas.

Quería sentir algo dentro de ella más allá de una emoción. Algo de fortaleza y seguridad, algo de derrota. El romance la asustó, luego de meditarlo y de concluir que su reflejo flotaba en el edificio vecino. Actuaba con mayor naturalidad que ella misma. Un gemido largo, quizá dos, o tres, se habían escuchado entonces en aquella recámara, cuya ubicación asolaba a Ana Bernabéu de la complejidad del mundo. Punzaba ella, con sus uñas, sus pechos redondos y tarareaba rítmica una melodía del corazón. La contradicción del amor que lleva a un gesto insensato, a sus cabellos hizo un pequeño nudo y a sus pies un minúsculo shock. Eso llevo a más, posiblemente. Sus piernas se rizaban una y otra vez —y otra vez—. Ella repetía la misma canción: Laisse moi t’aimer.

Continuó pensando en una forma abstracta, en sus tocantes esculturas y diáfanos lugares, cuyos cantos endulzaban con suavidad sus oídos. Miró, por tanto, a través de sus contenidas voces, sus quimeras, con ese deseo jovial, lleno de un enérgico pundonor que sólo ella, en sus adentros, podría cavilar. Por un momento, quiso que la tomarán cual si fuera su entidad la de una hojarasca de otoño a través de los aires. Por un momento. Hasta que pudiera dibujarse despaciosamente desde dentro.

Verse sudorosa, con fortaleza. Era eso lo que ella pensaba, proyectaba para sí. Verse, tal vez, con ese ritmo digno de una velada momentánea, con la marca de una utopía, en los límites de lo invisible. Tan transparente como el agua, como su tierna disposición de vivir, se sintió conmovida, excitada. Despierta. Abrasadora. Entre sábanas de seda y aromas humanos. Entre lo que es manejable y lo que se extravía con sórdida lentitud. Su cuerpo tocaba su cuerpo con emoción indecorosa, volubilidad extrema. Desde sus pulgares temblorosos hasta sus poros vaporosos. Queriendo con ello desvanecerse del cosmos y de la habitación; queriendo transportarse al reflejo y su infinitud.

(5)

La neblina había bajado ya para apreciar su figura, para ese momento hecha contorsión, tensión y convergencia. Desde el departamento adjunto podían escuchar su placentera estancia y su distintiva exquisitez. La lluvia era tenue. Asimismo, su cruzada. Poco a poco, la oscuridad temió que Ana Bernabéu la ejecutará. O más bien, que se adueñará de ella. Las corrientes de aire entraban ya sólo a disfrutarla, a relajarla, a perturbarla mediante sus ritos irreprochables. A alojarse en su garganta inteligible.

Durante quince minutos, ella sintió en sus manos el filo del vacío que acongojaba su calma. Tras una tardanza extensa, reconoció su rostro fino, expuesto. Conjeturó ver a ese amor vacuo moverse. Como si viera una película pasar por sus ojos cristalinos, en cámara lenta. Al mismo tiempo en que sentía su triste iris, deseoso, y su éxtasis a flor de piel, comprimía ella sus enunciados. Como si alguien pudiera verla o a su reflejo de fuera. Narrativa solemne de admirar —pero más de habitar—, se dijo, luego de aprovechar un ventarrón zarandearle y llevarle a consumirse, a extraerse. Las cortinas del piso cayeron a la banqueta. Y las luces exteriores de repente se apagaron. Ella habría caído al suelo de pronto. Pero habría colocado sus pies de nuevo sobre la cama, que era ya molde y constelación.

Luego de juguetear con las telas de la cama, ella se inclinó. Por fin, en su meditar se encontraba la imagen de ella, pintarrajeada con óleos. Persistió Ana Bernabéu en rastrear sus clavículas, sus piernas y sus pechos, sus tobillos, sus caderas y sus hombros, pasando antes por su vientre y sus labios mojados, en los que su dedo índice entraba y salía por alguna razón. Otro gemido, quizás dos, se dieron, se acostumbraron. Ana Bernabéu analizaba el camino. Entreveía la ciudad y sus dinámicas sugestivas. Su cabello negro y ondulado se alborotaba. No ceso de pensar en esto y en aquello; en alguien: en la forma de un algo; en la conjetura de un todo. ¿Qué más que imaginarse con tal proemio, con tal suavidad, con ese sincretismo que sólo ella podría concebir, en realidad, en la fantasía? ¿Qué más que persuadirse a sí misma? Aquel impacto, aquel movimiento, aquel deseo y aquella sensación amorosa, que sólo le daba para pedir «algo más» que el simple roce de cuerpos y el fino detalle de un orgasmo jovial, le impedían sentir los minutos pasar tras uno y otro chillido de complacencia.

Barruntaba ella la cesión giratoria. Averiguaba Ana Bernabéu sus matices. Transgredía su activo atractivo, remodelando sus órbitas. La temperatura importaba poco. Al igual que la puerta del balcón abierta. Nadie la veía. Tal vez alguien la escuchaba. Tal vez alguien la sentía. Tal vez alguien, en algún sitio, trazaba con sus planos un literario sendero, una poderosa travesía, saciada de belleza. Como ella. Que empezaba cuando atravesaba el umbral de su tan triunfante intimidad.

Ana Bernabéu discurría, fatigada. Se apreciaba en el reflejo de un portarretratos de aluminio, a un costado de la réplica de un Cézzane, dónde también entreveía su lúcida arenga. Dentro, la imagen dinámica de un ser ondulando su ínfima alarma, estremeciendo a la tranquilidad con su irrefrenable tacto, aparecía ante ella, inquiriendo un vagido panorama. El resumen de una mujer ensimismada. Encontrándose en la espesura de la penumbra. Una niebla atrapada en las cuatro paredes de su piel dividida. Un cuadro más, se dijo. Una imagen más de ella, dibujándose apenas con líneas tenues, con pinceladas señeras, disponiendo de valor, de actitud, de comunión.

(6)

Al echar un vistazo al picaporte de la puerta, ella recordó que la lluvia caía potente en su regazo. Entretanto, contemplaba el urbano paisaje, dónde escuchaba clamores, aullidos, filosos ruiditos. Había sintetizado ya Ana Bernabéu aquellos espasmos, efímeros todos, las inciertas preguntas, sus principales actos y sus temores más raros. Como si las ondas del sonido se materializasen, al cabo de un gesto sensato, del tacto divino, de sus afanosos instintos. Había ya borrado, de inmediato, sus pensamientos sombríos. Era cierto, concluyó, mientras callaba. Sólo esas ondas, las cuales se disolvían dentro de sí, podían describirla a ella y a su tan marcada respiración agitada. A sus gritos contenidos, sus ojitos perdidos y sus ganas, tremendas ganas, de camelar la inhóspita noche estrellada y perdurar en su brillo. Misma noche que intentó antes apoderarse de su cotidianidad tan ligera, con un ritmo inhumano.

En seguida, el estrés, el sentirse pequeña, el verse vulnerable, pasó a segundo plano. Prosiguió, sin más ni menos. Imaginaba. Creaba. Se decía y jadeaba. A veces divisaba el olvido o suspiraba de celos. Otras, se apropiaba de la irrealidad, componiendo historias y frases, atisbando en el temblor de sus piernas, a priori, ucronías, devastaciones. Hablaba ella con su interior, diciéndose que sus creaciones eran también pausas, asoladas lecciones del resquicio de su tiempo, de su intenso descubrimiento y del desconcierto que la sometía. Admiraba ella las sombras subversivas de los edificios lejanos. Hacia dónde las luces le permitían entender sus entrañas. Alargaba ella su memoria, su sentir extraño. Transitaba entre océanos de fiebre, orgullosa de cometer anárquicas atrocidades. Fuera de su papel, se echó en la cama. Fue ahí que se sintió plena, disoluta, presente y sucia.

Tras sentir el filo de una pieza bajo sus posaderas, su intrínseca voz produjo una melodía. Había olvidado ella su fugaz modulación. Y pronto, previo a torcerse en medio de su conmoción, Ana Bernabéu escuchó, primeramente, el carácter del silencio. Mencionó, entonces, que era una ávida creadora, promotora del peregrinaje, fabricante de un inefable arte conceptual. Entre la luz de aquellas oquedades prohibidas, anfitriona de los invisibles gestos, de miel desierta, ella caminaba, todavía sin levantarse.

Era ella síntoma y solución, retrato del desorden, con sus caricias atentas y sus estructuras bailarinas, tan inconscientes. Era Ana Bernabéu representación de sus sueños —usualmente inquietos—, de su tan vesánica metrópoli. Figuraban, pues, en sus pretenciosos territorios, sustancias, masas, vanos, profundidades, bramidos, luces, verdades, que se producían espontáneos. Magnánimos eventos del ser —de su ser—. Ella era, al final, se dijo, con todo y que el contexto, sabia, conminaba solemne contra su soledad menester.

Laisse moi t’aimer —dijo a su sombra, antes de gemir y sonreír otra vez.

Después de unas horas, volvió a situarse en el pequeño balcón. Esta vez, sin algo que la protegiera de la friolenta noche y la dramática lluvia. Había bebido un café tosco. Para esos minutos, hubiera preferido haber bebido mejor un poco de ron. Estaba sentada, con las piernas cruzadas. Había ella tomado sus quebradizos brazos, con sus puños. Al cabo de un rato, y sin encender las luces, se miró, se exploró, en la fachada del edificio vecino, en la sombra suya —proyectada por la densa iluminación exterior—. Allí, vio un pedazo de carne, por tanto, batallando con un alma incierta, debajo de su piel diligente, veinteañera, leve y soñadora.

Ella se desvanecía. Se reintegraba. Por un segundo, Ana Bernabéu había olvidado lo libre que era. Dentro de una habitación conquistada por el placer y la locura, ya no había frío ni lamento. Como si eso hiciera falta, pensó. Pues, había salido al balcón de su recámara para contemplarse en la ciudad, en la tosquedad de su color. Una ciudad aciaga, nostálgica, llena de niebla. Ciudad de agitadas rebeliones, de congestionadas caridades. Lugar de lúdicas y traicioneras experiencias. Ciudad, se dijo finalmente, de caravanas preocupantes, donde abundaban los enamoradizos gestos y las risitas insulsas. Ciudad dónde se retrataba, toda vez que, al cohabitarla, Ana Bernabéu en ella se perdía.