La niña que nunca conocí

No sabía dónde estabas y quería escribirte un telegrama. Llamé a mi amiga Moni y me dijo que no fuera güey, que te enviara un mensajito. Me sentí desarmado. Tenía razón, nada podía ser tan simple. Me senté en la escalera de mi casa, no la de mis papás, y traté de darme cuenta de lo que quería decirte. Me imaginé tus tetas una y otra vez, tiernas y firmes al mismo tiempo, blancas y enjabonadas. Te tiraba shampú y te frotaba despacio cuando ya empezaba a estrujarlas con más fuerza. Luego, lo de siempre. Los dedos en la raja, la lengua frenética en el capullo, los huevos en los labios de la raja, la verga hinchada adentro y el vaivén. A veces, también te mordía los muslos, era riquito. Del cuello, ni hablar. Te lo mordía y te enojabas: “Todos van a saber”, y me indignaba. “Lámeme”, y entonces, te lamía. El mensajito te cuestionaba sobre nosotros, quizá por eso no sabía dónde estabas:

-¿Crees que esto es puro sexo?
-¿Tú que crees? Me gustan mucho, tus “naranjas”.
-¿Que, qué? Bueno, diles como quieras.
-Tus cascabeles bailan y suenas Corazón, el mundo es una fiesta, agárrate.

Una cortina de teatro se cerraba. Estabas frente a mí. Dejábamos los celulares y nos metíamos a la tele. Nos iban a ver todos y lo mejor fue escaparnos. Al abrir la puerta otra vez ya estábamos en la casa, nuestra casa. Nos quitamos los zapatos y nos subimos a la cama a matar mosquitos: “Mejor antes de acostarnos”, me aseguraste sin hablar. Pero preferí bajarme y verte brincar, no eras la mujer que me cogía, eras la niña que nunca conocí.