La locura desobediente de la cabeza más grande del mundo intervino en mi estado de ánimo para recordarme que todos fuimos peces. Me detuve a pensar y observar absolutamente todo lo que estaba en mi espacio. Recordé a los bichitos en los grandes árboles que comían del pasto y reciclé mis pensamientos por algunos años. Quise ser el pasto.
La cabeza más grande del mundo era necia, incómoda y tonta; desobedecía y desobedecía. Yo ya no quería estar más con ella, nunca lo quise.
Mirábamos los árboles y flores desde aquí y me gustaba imaginarme con ellas, imaginaba mi futuro sin esa pesada cabeza y deseaba salir de ahí con todos mis miedos. Quería ser amiga de los árboles y los bichitos, también de las flores. Lo deseé tanto que la cabeza se fue haciendo más pequeña, la gran cabeza se había ido mientras el exterior se hacía amigo de mi interior. Se fue.
Reconocí un ciruelo florecido desde adentro, aceptando la lluvia que caía, me acerqué y me incorporé como él a la lluvia, al viento y a la tierra. Volví a ver a los bichitos en las ramas del gran árbol floreado, recorriendo sus fuertes hojas rojas.
Volví a las raíces, a mí.
Las ciruelas nacen en mayo, también el amor que me alejó de esa gran cabeza, de la cabeza más grande que me ha habitado.
Me gusta imaginar, es lo que mejor sé hacer y decido quedarme ahí porque es un lugar seguro que controlo desde acá. Por eso a veces me da miedo la enormidad de la realidad, pero también me gusta el contraste.
Estoy experimentando la explicitud de mis emociones en palabras.