La chica de la cicatriz en el pecho

Hubo un antes y un después de Raquel.

La conocí una tarde difícil, difícil para ella y luego para mí, porque después de esa tarde yo no volví a ser el mismo y ella, pues ella supongo que tampoco, aunque no me conste.

Antes de ella, no conocía a ninguna Raquel y, ahora que la conocí, sé que es única. De esas certezas, pocas veces te da la vida. Raquel tenía pelo castaño, labios como uvas, ojos de loba, una cicatriz en el pecho y mis manos en su cintura después de media botella de vino. Yo también me pregunto cómo fue que llegamos hasta ahí. Pero, antes de contar en qué acabó todo esto, considero justo ir un poco al principio, al principio de todo. Debo aclarar que lo contaré con los trozos de recuerdos que me quedan, porque aquella noche fue embriagante por todos lados.

Era mayo, recuerdo, porque por mayo llueve mucho y yo me había escapado a la playa. Las cosas no venían bien conmigo y necesitaba paz. Siempre he sido de la idea que el mar te da todo lo que necesitas si sabes escucharlo. El mar es sabio y lo que más necesitaba yo era sabiduría. Hacía apenas una semana había salido de un consultorio médico con el veredicto de tener los días de vida contados, bueno, el doctor optimista dijo meses. Y yo sin querer pensar mucho y con la boca seca, sólo se me ocurrió comprarme un boleto de ida a la playa. Y ahí estaba, con el alma en un hilo sin acomodar tanto sentimiento hecho bola aquí adentro. Llegué en la tarde sin reservación de hotel y lo primero que hice fue buscar soledad en la playa, caminé un buen tramo para aislarme del turismo convencional, tan pronto miré para atrás y me di cuenta que me había alejado lo suficiente, acomodé en la arena la pequeña mochila que llevaba y conforme avanzaba hacia el mar fui quitándome la ropa, toda la ropa, sentí un impulso muy grande por meterme al mar desnudo, impulso que nunca había tenido. Tan pronto como me sumergí me invadieron unas enormes ganas de llorar y lloré. Nadaba y lloraba, no sé cuánto tiempo pasó, pero fue lo suficiente como para descubrirme cansado, flotando mirando hacia arriba, dejándome llevar por el bamboleo de las olas. En ese momento salí de mi trance al sentir una mirada, porque todos sabemos que las miradas tienen el poder de llamar lo que miran; a lo lejos sentada a un lado de mi mochila estaba ella, Raquel. A sus pies tenía una botella de vino descorchada y le daba pequeños sorbos mientras me contemplaba. Para mi sorpresa, había juntado cada una de las prendas que yo había dejado regadas en mi trayecto hacia el mar y las había acomodado prolijamente al lado de mi mochila, fue entonces que hice consciente el estar desnudo y que, para llegar hasta allá y vestirme, no había de otra mas que desfilar como Dios me trajo al mundo frente a ella. En otro tiempo y, sobre todo, otras circunstancias, aquello me hubiera parecido una osadía, pero en el proceso de catarsis que me encontraba, no le di ninguna importancia y simplemente salí lentamente dejando que el aire fuera secando un poco el agua en el cuerpo. Desde que salí, no me apartó ni un instante la mirada, yo tampoco. Y en tan sólo treinta pasos sentí que ya nos conocíamos de toda la vida, en cuanto estuve más cerca ambos nos sonreímos. Ella traía un vestido ligero que le medía de los hombros a las rodillas. Llegué hasta donde estaba mi ropa, tomé solamente mi pantaloneta y comencé a ponérmela mientras le agradecí haberla juntado. Raquel, en un gesto de correspondencia, me miró de soslayo y, apuntando hacia mí, hizo un ademán de brindis con su botella de vino tinto sin decir algo. En eso estaba yo, cuando noté que al estar de pie y ella sentada, era inevitable que mi pene le quedara a la altura de su vista en cuanto volteó a verme. Hice caso omiso de esa situación y confieso que por algún motivo me calentó tan bizarra escena. En cuanto subí el zipper de la pantaloneta me senté a su lado y me presenté sin darle la mano mientras miraba igual que ella al horizonte.

—Omar, mucho gusto.

—Mucho gusto, Omar —dijo cordial, pero sin decirme su nombre, así que no me dejó otra que preguntar.

—Y tú, ¿eres…?

—Si te digo mi nombre es porque vas a acompañarme a tomarte esta botella de vino conmigo —ahí volteó a verme y con una sonrisa de lado, me penetró su mirada. Su comentario lo sentí como una insinuación, así que contesté sin dudar.

—Ok. Me sacrificaré por el vino.

—Raquel, me llamo Raquel.
En cuanto lo dijo, me extendió la botella invitándome un sorbo, aunque ambos supimos que en ese instante me estaba invitando a todo, a su vida y yo a la mía, a la poca que me quedaba. Tomé la botella y le di un buen trago, tanto, que fue inevitable que escurrieran dos hilillos de vino por las comisuras de mis labios.

—Tranquilo, el vino tarda mucho en ser un buen vino como para que lo tomes con esa prisa, además, esperaría que no la tuvieras —me acribilló con tan sabia sentencia, que en ese instante entendí que justo eso había ido a buscar al mar.

— Tienes toda la razón, lo que menos quiero tener en este momento es prisa.

Hablamos de todo y nada, de eso que se cuentan dos desconocidos, dejamos que la tarde se hiciera más tarde y de pronto hizo la pregunta obligada.

—¿Qué has venido a olvidar? —su pregunta inesperada me descolocó y después de dos suspiros hondos pude articular palabra.

—Mi presente.

—¿O sea que este momento que estamos teniendo quieres olvidarlo? —hábilmente me hizo ver una contradicción en mi respuesta, aunque para mí, era obvio a lo que me refería. Sonriendo por tan hábil revirada le contesté.

—No, no este presente. Me refiero al motivo por el cual llegué aquí antes de conocerte.

—No me conoces. Decirte mi nombre no es conocerme. Es más, si hablamos de conocernos, creo que te conozco más yo a ti, que tú a mí. ¡Y vaya que te conozco más! —ironizando en su última frase como para quitarle un poco de solemnidad a lo profundo que se había tornado ya la plática. Ambos reímos y no pude evitar ruborizarme un poco, así que contraataqué.

—Bueno, a mí también me encantaría conocerte al mismo nivel que ya me conoces, estamos en desigualdad de circunstancias —le lancé ese argumento a quemarropa con la finalidad de que mordiera el anzuelo, pero ella, impasible, sólo levantó un poco la mirada, me miró fijamente a los ojos, hizo una pausa y con un movimiento casi coreográfico tomó su vestido de los hombros y lo bajó hasta el abdomen dejándome ver dos pechos perfectamente grasos y torneados; admito que no me esperaba esa reacción, pero aceptando el regalo, intencionalmente bajé la mirada y la escudriñé de arriba a abajo, empezando por sus ojos, sus labios, todo lo largo de su cuello, la finura de sus clavículas hasta seguir el camino donde nacen sus pechos y bajar lentamente para admirar ese balanceo que provoca la gravedad, todo eso, dos veces y de regreso. En ese trayecto, hubo dos detalles que no pude pasar desapercibidos en aquella mujer que no rebasaba los treinta y cinco, el primero era reparar en la forma de sus pezones, tan delicados, deliciosos y pequeños, justo como siempre había dicho que me gustan. El segundo, fue ver una cicatriz que le atravesaba el pecho, iba surcándose desde la unión de las clavículas hasta el esternón. Disimulé muy bien este último detalle, pero era evidente que ella lo había hecho a propósito y con ese gesto entendí, que no era el único que había venido a olvidar algo. Raquel me despabiló en cuanto volvió a subirse el vestido y tomó la botella de vino, le dio un sorbo y articuló.

—¿Sabes qué me gusta de las cicatrices?

Yo sólo arqueé las cejas en señal de duda para que prosiguiera.

—Que entre más visibles, más te recuerdan lo profundo de la herida.

—Tienes razón, pero olvidas que también hay cicatrices que no se ven a simple vista.
En cuanto terminé de decirle eso, le extendí la mano para que me pasara el vino. Ella me lo cedió y en cuanto lo tomé, lo sostuvo un instante y me miró nuevamente. Quise besarla, tuve unas ganas incontrolables de besarla, y decirle que por el momento no traía cicatrices si no heridas y que ella podía curármelas en una noche, o por lo menos por un momento. Quise decirle que la había esperado por toda la vida, sobretodo ahora que mi vida la sabía más finita que nunca, que podía dársela, que sería un bonito final para el final, final que estaba tan cerca. Ella me sostuvo la mirada y poco a poco fue acercándose a mí hasta casi pegar sus labios con los míos, y susurrando me dijo:

—¿Quieres en verdad conocerme?

Yo dije sí e intenté besarla pero ella reaccionó haciendo su cabeza un poco para atrás dejando mi intención de beso en el aire. No dejó de mirarme mientras dibujaba una sonrisa más que cachonda, recuerdo ese momento como una llamarada que recorrió mi cuerpo llevando toda la sangre hasta poner enhiesta mi verga, fue tan repentino que quise hacerlo evidente para que ella notara cómo me tenía. Seguro lo sabía sin que forzosamente tuviera que mirar mi pantaloneta. Ella, retiró la botella de mi mano, la colocó sobre la arena cuidando que no se ladeara y acto seguido tomó mi mano y la condujo por debajo de su vestido hasta que toqué su pubis, sabiendo lo que quería, hundí mis dedos lentamente por debajo del bikini hasta palpar su mojada vulva, mientras la frotaba de arriba abajo untando toda esa humedad en sus labios ella me miraba estoica, conteniendo la excitación y mirándome calculando mi reacción. Con mi otra mano empecé a sobar su pecho derecho por encima de su vestido, ella de inmediato se lo bajó para que pudiera acariciarlo a flor de piel. Recuerdo que la dureza de su pezón era perfecta, así que con mi dedo pulgar lo frotaba en círculos, para después apretarlo un poco ayudando con el dedo índice. Ahí me besó. Se acercó y me besó, fue un beso corto pero mojado, con una lengua que sabía perfectamente el camino de ida y vuelta. Se separó un poco y yo volví a buscar esa boca, ella cedió y nos besamos intensamente hasta recostarnos sobre la arena, yo hundía mis dedos y frotaba su clítoris a un ritmo intenso pero cuidadoso. Raquel sin dejar de besarme, empezó a buscar desabotonar mi pantaloneta y en cuanto lo hizo me palpó con toda su mano la firmeza que había provocado. Subió, bajó lentamente y repitió eso por unos instantes. Luego se detuvo de besarme y me susurró al oído.

—Quiero hacértelo como si no hubiera mañana.

Sus palabras me retumbaron muy adentro y me sentí flotar; con toda esa excitación en mi toda mi piel le regresé el susurro.

—Demuéstrame que no hay mañana.

Raquel comenzó a besarme el cuello y a acariciar mi torso, bajó lentamente hacia mi pecho y mordisqueó mi pezón derecho, lo lamió y fue bajando por ese flanco, hasta llegar a mis caderas acabar de bajar más mi pantaloneta y llevarse todo mi miembro a su boca, comenzó dándole un beso mojado en la punta, como midiéndolo y poco a poco comenzó a desaparecerlo entre sus labios, lo sobó con toda su boca, después lo sacó y empezó a chuparlo con intensidad, yo trencé mis dedos entre su cabello con una mano y con la otra le busqué nuevamente uno de sus pechos, palpando toda esa grasa deliciosa que se balanceaba en mi mano. Después de un momento, la reconvine a que subiera, y nos volvimos a besar intensamente para poco a poco ahora yo devolverle la operación, así que hice lo mismo, bajé por su cuello, chupé a placer sus dos pechos, mordí sus pezones, besé su vientre y finalmente, le quité todo el vestido para que dejara de estorbarme en la tarea que iba a hacer, en cuanto lo hice, la separé lentamente las piernas para hundirme en el manjar que me tenía preparado. Comencé pasando toda mi lengua por su vulva, saboreando cada textura, lo hice un par de veces y luego me detuve en su clítoris, para chupar y frotar con mi lengua, sentir la dureza sutil con la que entiendes que está a tope, jugando, yendo y viniendo, hundiendo de vez en cuando mi lengua en su vagina para viajar con esa gama de sabores que da la profundidad de una mujer. Después de sentir un poco de espasmos en su vientre, también me reconvino y volvimos a besarnos mientras el atardecer languidecía. Ella en un movimiento natural me recostó sobre la arena y se puso encima de mí y a puro tacto de caderas buscó mi verga, al localizar su rigidez con sus labios comenzó a deslizarse lentamente haciéndome sentir su calor más profundo. En cuanto la hundió toda, apoyó sus dos manos sobre mi pecho y comenzó a darme embestidas fuertes y pausadas, hasta hacerlo cada vez más rápido, yo me movía al ritmo que me llevaba, elevaba mi pelvis cada vez que ella me embestía, provocando ese choque de mis caderas con sus nalgas para sentir que no podía estar más adentro de ella, aquello se volvió una danza salvaje que olvidamos sutilezas, la contraluz me dejaba ver sus pechos rebotando, su cara de placer mirándome, su boca entre abierta que me exigía en ese momento poder tener otra verga y darnos el mayor placer posible sobre la tierra. Fue entonces, que nos deshicimos, sintiendo las olas del mar afuera yendo y viniendo y las de nosotros por dentro ahogándonos. Fue un instante, sólo un instante en que olvidé todo, y comprendí que la vida da y quita, pero que en ese momento, no podía reclamarle nada, al contrario, tenía que agradecerle lo dadivosa que había sido conmigo.

Raquel llegó primero, sentí su espasmo en todo el cuerpo, me arañó el pecho y cerró los ojos. Siempre he creído que el sexo es un acto compartido hasta que llegas al clímax y cierras los ojos, es como si ese instante lo reservaras para tener una comunión contigo mismo y el universo, es como si tuvieras la oportunidad de sanarlo todo por un breve espacio. En cuanto vi su cara de placer, fue inevitable sentir todo ese fragor viniendo desde el pecho para explotar dentro de ella, el clímax fue tal que intencionalmente yo no cerré los ojos, me quedé mirándola cómo descendía de su cielo mientras me convulsionaba dentro de ella para sacarlo todo y estampar esa escena en mi memoria, quería que estuviera en mi carrete de vida el día que estuviera muriendo.

Todo lo demás después de eso, corrió más lento, no nos besamos ni nos abrazamos. Ella acarició con el dorso de su mano mi cara y me desmontó. Yo me incorporé hasta quedar sentado y ver cómo se ponía su vestido. Luego de hacerlo, tomó la botella de vino, le dio un último trago y me convidó un poco, yo saboreé ese vino que sabía delicioso al mezclarse con el sabor de Raquel que aún tenía en mi boca. Cuando bajé la botella, ella se alejaba caminando sobre la arena. Yo sin saber bien a bien qué seguía, me atreví a soltar un último dardo.

—¿Ahora nos conocemos?

—Lo suficiente. Contestó sin voltear la mirada.

La vi alejarse lentamente y no, no quise arruinar ese momento insistiendo en querer volver a vernos, ¿para qué? ¿Cuánto podía ofrecerle de mi tiempo si era justo lo que no tenía? ¿Para qué? Pensé.

Hace un año de eso, un año ya. Tiempo suficiente para extrañarla de una forma extraña ahora que he vuelto a tener tiempo. Ahora que, por azares del destino, he vuelto a salir de otro consultorio médico después de confirmarme que aquel diagnóstico mortal había sido seguramente un traspapeleo dándome el dictamen de un paciente diferente. Y ese momento, pensé en lo caprichosa que es la vida, ese error hizo que conociera a Raquel, ¡y de qué manera!

A veces he pensado en regresar a esa misma playa, porque uno nunca sabe, en una de ésas (con esta suerte de resucitado que me cargo) me vuelvo a encontrar con Raquel. A esa Raquel única. A esa Raquel a la que por creer no tener tiempo, nunca le pregunté qué tan profunda fue la herida de su cicatriz en el pecho.