La casa de Dios

Eran las dos de la tarde y yo me encontraba al borde de mi tercer trago de whisky, sentado en un bar de buena pinta. Odio estos lugares, en lo personal siempre he preferido un lugar lleno de mugre y desprecio. “No hay hogar como el hogar”, dicen algunos.

La camarera, una joven de no más de 25 años, se encontraba atenta, con el encendedor cada que tomaba un cigarro. No puedo evitar imaginar su cara de desprecio cuando se dé cuenta de que su única propina será sólo el tambaleó de un borracho sin cartera.

4:00 de la tarde: me encuentro en la mejor disposición para cualquier estupidez, aunque éstas suelen ser sumamente raras -aun si no lo parecen-. Por fin recuerdo que tenía una cita, a esta altura sin duda llevo más de media hora de retraso y no podría importarme menos.

El tiempo se ha vuelto tan innecesario como llevar el control de mi medicación. Miércoles, jueves o quizás viernes; qué importa, tengo un trago en mi mano y parezco ser tan importante que allá afuera en el mundo alguien aún me espera. Pido la cuenta y me dirijo a mi cita varias horas después; tomo el primer taxi que se atreve a subirme y llego al viejo edificio que me ha visto derrumbarme; a su paso, tomo la llave de mi bolsillo con la misma dificultad que tendría un infante para decirle a sus padres que odia las visitas a casa de su vieja y amargada abuela. Al fin consigo abrir la puerta de mi departamento. Sentada en la cama aún me espera mi cita: una bella 9mm, no parece mostrar enojo por mi retraso o mi estado; puedo casi sentir su hermosa sonrisa al verme. Entro de lleno al departamento, nos recostamos sobre la orilla de una cama que ha visto mejores tiempos. La tomé entre mis brazos, le pedí disculpas por la tardanza y suavemente la besé.