Íbamos caminando.
Era domingo.
Estaba cruda.
Él un poco muy callado.
Pasamos frente a una tienda de colchones.
A través de la ventana grande vimos al señor que atiende, con su uniforme rojo, sentado en el colchón del centro rodeado de otros colchones vacíos.
Tenía sus manos en la cara.
No había nadie más.
Ni un solo cliente.
Se veía triste.
Cansado.
Soñando con un domingo acompañado.
Silencioso como nuestra caminata.

Regresamos a su departamento.
Nos acostamos en su colchón.
Nos quedamos dormidos después de compartir
tal vez seis palabras.
Me atreví a dejar caer mi mano en un pedacito de su hombro.
No pasó nada.
Se quedó inmóvil.
El señor solitario de la tienda de colchones sentado en un colchón
rodeado de otros quince colchones fue un presagio de esta historia que duró dos domingos.
Y me quedé pensando
que un colchón debería ser un lugar feliz.
Ruidoso aunque haya silencios.
Sobretodo si es domingo.