Siempre es octubre cuando lamento mucho no estar cerca de ti, extraño tus rizos tímidos que se esconden en el crespo sobre tu frente. Analizo la mañana: sé me llevará a ningún lado. Hago las labores necesarias para autocomprar mi libertad, sacudo mis muebles, lavo y doblo la ropa, me preparo el desayuno, la comida, lavo los trastes; alimento a las gatas. Veo una película, mientras sé que no llegaré a ningún lado.
Esta noche saldré, con los misóginos de siempre -esos que nunca te agradaron-; recuerdo que solía decirte que al menos ellos no me juzgarían por mi forma de ser poco dulce.
Cerca de la hora, tomo un baño, elijo mi ropa –nada nuevo ni llamativo, no debo ser como las putitas que van a estar ahí-, me visto y me maquillo su suficiente para pasar desapercibida -No estarás ahí, no hace falta-.
Llego ahí. Una atmósfera eufórica y de goce se respira. Ellos están ahí, como siempre, bebiendo y dentro de su discurso midiendo falos -obviamente yo no encajo y no estoy para encajar; sólo quiero ver qué pasa, por una especie de voyerismo que tengo-. Risas, tomo asiento, los mismos de siempre: El bardo y titiritero; el clérigo con alineación caótica, hijo de Bacco; el arquero, callado y limitado en su lenguaje; después Los Hombres de la mirada lasciva. A estos últimos no se les presta atención, a menos que las copas hayan sido demasiadas como para prensar las ganas en el reflejo en sus ojos que me llaman intuitivamente, como notando el vacío que tengo de ti y los actos seminales.
Fotografía por Isa Gelb