¿Quién puede decir ahora que no ha sido jubiloso nuestro encuentro? Mirarnos a los ojos por primera vez hasta arrancarnos la piel y ver nuestras almas desnudas bajo el reloj de la estación del tren subterráneo, todo espolvoreado con el romance que presta un primer beso largo y desidioso, seguido de una tanda de menor duración pero mucho más dedicada. Todo en ese instante parecía amparado por una luz desconocida hasta el momento; incluso si ya habíamos pasado por aquél ritual en algún espacio de tiempo, la locación lo hacía algo único, prácticamente cinematográfico. Es el tipo de trozo de metraje que te encuentras sí o sí dentro de una película de clichés románticos; somos un fragmento de celuloide navegando entre las miradas de cientos de desconocidos.
¿Qué tan poco nos podía durar aquél instante?, ¿qué tan poco?, pensé para mis adentros.
Ahora es como si tuviera que pedir, casi suplicarle, una prorroga al tiempo para volver contemplarte todos los días, ese mismo día; como en Atrapado en el tiempo, aunque yo no tenga ni tantito parecido Bill Murray. Me encuentro felizmente estancado en un loop donde tu boca es el botón de reinicio.
(1990- ¿?). Gestor cultural, bibliómano y colaborador constante de publicaciones digitales.