…Cuando todo esto empezó, parecía ajeno, increíble. Sabíamos que tendríamos que cuidarnos y mantenernos distantes un tiempo. Quince días que se han convertido en ocho meses. Los planes se han desvanecido en la lejanía. La distancia se vuelve chiclosa. Nos vemos y no nos vemos. Gracias a las videollamadas, encontramos maneras de sentirnos juntos.
Hay días en que se hace muy difícil vivir aquí.
El miedo me llena el cuerpo. Las poquísimas veces que he utilizado el transporte público, no quiero tocar nada, prefiero ir de un lado a otro, como bola de pinball, a entrar en contacto con la amenaza fantasma, lo que no se puede ver pero nos está matando. Las calles parecen más grandes de lo vacías que están. Gran parte de la gente se encuentra en sus casas entre incrédulos y paranoides, yo estoy del lado de los últimos.
Hay días en que se hace muy difícil vivir aquí.
La conciencia de los otros se vuelve primordial, nos hemos vuelto más empáticos, pero también, si alguien se acerca de más, el miedo se hace presente. Parecen raros los videos de conciertos o fiestas, los eventos multitudinarios se ven muy lejanos y a la vez se añoran. Perdimos a gritos contacto humano, pero que esté perfectamente sanitizado.
Hay días en que se hace muy difícil vivir aquí.
De madrugada siento que la fiebre sube de golpe, viene acompañada del miedo, corro al baño a darme una ducha fría, sin poder lograr un cambio en la sensación térmica. Ya de mañana, hago parte de mi rostro el cubrebocas, también dentro de la casa, no salgo de mi cuarto a menos que deba ir al baño, aviso a mi tía y trato de estar lo más alejado de mi abuela que puedo.
Así pasaron un par de días entre consultorios. La prueba del COVID es incómoda, es aplicada en el estacionamiento del laboratorio donde caminamos separados, como presos en espera de una sentencia. Una doctora recomendada por no sé quién me dijo, más tarde, que era positivo, sin otra evidencia que unos puntos en el paladar que yo no vi, pero mi padre asentía mientras apuntaban una lámpara a mi boca.
Planeaba mi posible estadía en el hospital, imaginaba los libros que podría leer en caso de tener que partir.
La incertidumbre terminó con la semana, el resultado fue negativo y los síntomas desaparecieron casi inmediatamente. Volvimos a comer juntos, pero el contacto físico vuelve tímido, aunque no podemos dejar de abrazarnos o estar juntos.
Hay días que se hace muy difícil vivir aquí.
Las medidas de confinamiento parecen eternas. El número de casos no ha disminuido y ahora se pueden escuchar fiestas, a lo lejos, en la colonia. Los vecinos salen cada vez más relajados, vuelven a poblar los puestos ambulantes, la calle regresa a su estado natural, con cubrebocas o no. Volvemos a salir de a poco, a ver a familiares cercanos, recorrer el centro sin bajar del coche, reconocer que nada, allá afuera, ha cambiado tanto como lo esperábamos.
Hay días que se hace muy difícil vivir aquí.
El récord limpio que llevábamos cayó con mis padres, mi hermana y mis sobrinos. Ahora mi tío también está contagiado, la familia entra en angustia. Mi abuela, con la memoria un poco atrofiada por guardar tesoros que cuenta una y otra vez para que no se pierdan, llama a los enfermos dos o tres veces por día para cerciorarse de que estén bien, ellos no presentan ningún síntoma, pero el virus es traicionero y nos mantiene en vilo.
Hay días en que se hace muy difícil vivir aquí.
El número de casos aumenta por miles diariamente, las vacunas parecen ser una luz al final del túnel, pero ninguna estará lista pronto. Cada día volvemos a la calle, protegidos por aquello en que creemos, tratando de esquivar junto con los nuestros a la enfermedad que prometió acabar con todo.
Ejercicio realizado para la clase de Cuento 1.
Fotografía por Wang Wei
Yo también soy hijo de Pedro Páramo.