Noches deambulando en el Boulevard Tristessa, luego ebrio con la frente pegada a la barra del bar. El cantinero avisa molesto mientras destapa una nueva botella: cerramos a medianoche. Enjugándome las lágrimas cual pasatiempo, bebiendo perdido en los recuerdos de días-espejismo, anhelando retroceder en el tiempo o, cuando menos, que los relojes y calendarios me escupan los cadáveres del feliz pasado para enterrarlos, velarlos y llorarlos en solitario.

Te he mentido, cariño: mi corazón nunca fue de concreto, más bien mantequilla olvidada al fondo de un congelador que, ya a la intemperie, el sol no ha tenido piedad alguna al derretir. Estos son días convulsos de neveras averiadas y ventiladores descompuestos, la mar de calurosos, en los que me arrastro catatónico buscando refugio en la noche fresca, la cerveza fría y los recuerdos fantasma para mantenerme vivo, pero definitivamente no ileso.