El vuelo del cisne

Apretó la cinta del zapato. Respiró profundo y apareció en escena. Dio uno, dos, tres saltos. Luego desapareció. Entró con cuatro, cinco y seis pasos elegantes. Tenía una figura delicada y un cuerpo estilizado. Ella era nieta de Luz Casanova, la gran bailarina de los ochenta. Ahora el escenario le pertenecía y el protagónico también.

Hasta aquella noche.

Ese día el cielo ennegreció y el viento hizo travesuras con los sacos y faldas. También desparramó las hojas que descansaban en la vereda. En la esquina de las calles El vuelo y La Caída relucía el teatro Ave Encantadora. Afuera la gente hacía fila.

Cuando la sala se llenó el telón subió. La banda tocó una melodía suave y hermosa que marcó el compás de los pies de las bailarinas. Ella esperó al compañero y juntos danzaron con una suavidad y erotismo que el público estremeció en la oscuridad.

La obra continuó al ritmo de la orquesta. La joven desplegó las alas con delicadeza y dio vueltas por el aire. Cuando la melodía se agravó y precipitó el cisne se sacudió con rapidez, sin perder la belleza de las curvas.

Con un gesto el director de la banda anunció un último respiro. Tras bambalinas la joven notó una abertura en el zapato derecho y la sangre escabullirse por los dedos.

Volvió a escena con el pie herido. Poco a poco se elevó y el cuerpo relució las líneas del ave. Un nuevo salto y regresó los pies a la tierra, dio un nuevo giro y las alas se movieron con gracia. En la última elevación cayó. El golpe retumbó por el teatro.

De pronto las luces brillaron hasta encandilar la sala. El telón se cerró y una lluvia de plumas cayó sobre los espectadores. Algunos quedaron desconcertados en los asientos, otros aplaudieron maravillados, alguien vio una zapatilla rota en el escenario y uno guardó una pluma. Pero nadie supo qué pasó. Tal vez porque las plumas nunca dejaron de caer.