I

Los días se barren ante mí,
dispersos, desairados,
desprendidos del tiempo.

Oscilando entre los abismos en los espacios,
penetrando los muros de mi cóncavo recoveco,
al que fiel permanezco.

Negándome a crecer,
negándome a abandonar
esta presión imaginaria
que germiné en mi alma.

Este tugurio al que llamo: “el vertedero”,
ha obliterado las ventanas del exterior,
tan sólo dejándome con mi sombra;
esa taciturna prisionera.

Aquella misma que cada día observa
y replica cada uno de mis gestos,
tanto como replica la ausencia de estos.

Nuestra comunión implantada
afecta en sobremanera
la labor de sobrevivir,
incluso la de morir.

Fundidos en estado estuporoso
nos embutimos al vertedero,
donde siempre estuve,
donde siempre habito.

Danzando en tinieblas,
nadando sombre escombros,
sepultado al pasado.

Un remoto resplandor se avecina.
Su luz agranda a mi sombra,
cuya ventaja aprovecha
para devorarme en su oscuridad…

II

El olor a penumbras;
es lo único vivo
en estas vastas negruras.

Flotando en la nada,
en su total vacío, levitando
con mi espíritu azorado,
bajo esta realidad soterrada.

Ligamentos rasgados,
fibras trastocadas,
vibraciones alteradas,
sentimientos golpeados.

Esta zona me subyuga.
Esta zona me traga.
Esta zona me dilata.
Esta zona me mata.

III

Retorno a la superficie,
al vertedero,
donde de nuevo me encuentro,
a mí y a mi sombra.