Soñé con vos, o mejor dicho con aquella primera vez que nos cruzamos en esta ciudad. Era mediodía, el calor sofocaba. Esa mañana había caminado errante por el centro de la ciudad buscando un tesoro que no encontraba hasta que entré a ese dichoso bar cerca de la plaza principal. ¡Quiero creer que fue dicha y no error!
Entré a las apuradas, con la cartera al hombro y un libro que acababa de comprar. Te ví a través del ventanal: tu camisa desalineada, una agenda sobre la mesa, un pocillo y tu mirada reluciente. El reflejo del sol en tus ojos hacía que tengas un brillo especial para mí, lo tenés aunque ya no nos veamos.
El mozo me recibió con una sonrisa y me señaló una mesa, esa que estaba al lado de la tuya. Me acerqué procurando no hacer alboroto, pero era tarde. Corrí la silla, me senté y empecé a desparramar mis cosas por ahí con cierta naturalidad. Levantaste la mirada, recuerdo la sensación de tus ojos sobre mí. ¿Quién iba a pensar que escribiríamos una breve historia en la siguiente estación? Nadie. Puedo asegurar que nadie veía futuro en dónde nosotros sólo vimos casualidad. Algo se me resbaló, creo fue el libro que vos segundos después levantarías. Me dijiste “al final cada uno toma su camino”, ¿esa era tu jugada maestra? Después no me pude concentrar. Te escuchaba balbucear al teléfono. Yo solamente quería tomar mi té y leer un rato.
El sol cada vez pegaba más fuerte sobre el ventanal y los destellos ya nos daban de lleno. Se acercó el mozo y nos preguntó si no queríamos cambiar de mesa. Yo acepté, pero vos dijiste que ya te estabas por ir. Pagaste la cuenta, levantaste lo que tenías y te fuiste. Un poquito de luz te llevaste ese día pero luego ibas a encender un interruptor emocional que creo desconocía bastante.
La semana siguiente: mismo día y horario. Cambié de lugar y fui a un restaurante en el casco histórico. Me senté a almorzar sola y terminé de leer mi libro. Salí con calma del lugar rumbo a la facultad, te crucé. Aparentemente eras habitué de esos lugares.
Bastaron varios días y un par de miradas cruzadas para empezar a sonreírnos. Un día, al salir saludaste al mozo y yo levanté la mirada haciendo una mueca. Giraste tu rostro levantaste la ceja y con un gesto cómico – casi desorientado- me saludaste. Ya, al día siguiente, todo era un chiste. Nos volvimos a cruzar en la plaza y esta vez me invitaste a tomar algo. Te dije que no tenía mucho tiempo pero acepté. Yo ya no sé si era el calor o las hormonas, pero te veía cada vez más apetecible. Me habías empezado a generar nerviosismo del bueno, si es que eso existe. A medida que pasaron las semanas nos empezamos a cruzar más, o al menos a esa altura de enero ya nos habíamos notado.
Algo estaba pasando y no creo haber sido consciente de eso.
Desde que tengo uso de razón siempre llevo un lápiz en el bolso y un poco de papel para rayar. Diseño, pero pocas cosas que me gustan más que leer y dicen que desde chica le escribo a la vida. Bueno, qué decir, lo sigo haciendo.