El perfume de las cosas

El aroma del café recién hecho era como una máquina del tiempo. Se tomaba de a poco, humedeciendo los labios, mientras el olor se escabullía por la nariz. Un placer matutino que generaba insomnio hacia el pasado, se decía al saborearlo.

En ese entonces la ciudad era una fiesta. La gente se vestía elegante y a la moda, elegía el vestuario y lo acompañaba con un antifaz. La mayoría de las mujeres preferían en el día la máscara que las hacía lucir sonrientes, y en las noches la intercambiaban por la de ojos cansados, abatidos. Ellos casi siempre usaban una diferente, a veces sonriente, a veces muy sonriente y otras con aires de grandeza. Y así todo el mundo vivía feliz en la tierra de las falsedades. Pero, toda máscara escondía un secreto, a puerta cerrada.

En algún departamento de la ciudad, la rutina de una pareja era siempre la misma: después de una larga jornada, ella llegaba a la casa y guardaba la sonrisa en el placard junto con el saco y la cartera. El otro ropero tenía varias máscaras separadas. Pero esas eran de él, quien, para estar en el hogar, usaba la mejor de todas, aquella que con sólo verla haría llorar a cualquiera.

La casa era el espacio preferido de él para vomitar, por accidente, maldiciones constantes. La violencia y el maltrato salían por los poros y una vez victorioso aclamaba a los gritos: “pero sí yo te amaba”, y el entierro terminaba.

Un nuevo día los encontraba en la sala inundada con el aroma del café recién hecho y al caer la noche los devoraba la inmundicia. Sólo la luna observaba discreta y en silencio el desfile de insultos. Ella, muy en el fondo, sabía que algo no andaba bien, pero el placer del perdón la contenía. En la calle luciría sus máscaras vigorosas.

Hasta que la primavera golpeó fuerte con sus flores. Al fin había llegado la hora de decir adiós. Entonces abrió el ropero y colgó el antifaz sonriente. Luego, cerró la puerta. Él no lo permitió y vomitó como nunca lo había hecho. Ese día llovió y nunca más dejó de llover. Sin embargo ella descolgó el paraguas y él, poco a poco, se ahogó.

A lo lejos alguien hablaría de Hong Kong. Pero ella sólo sintió el ruido de la cafetera. Sonrió, esta vez sin máscara.

 

Fotografía por Alberto Polo Iañez