El dolor es señal de vida

El forense entró por la puerta principal de la casa, era un tipo joven que no pasaba los treinta, tenía ojos obscuros, una mirada poco expresiva y vacía, barba escasa y una delgadez que lo hacía ver demacrado. Vestía  jeans negros y viejos, con una bata blanca que le cubría un tatuaje que llevaba en el cuello y otro se asomaba por la muñeca.

Le acompañaban dos mujeres bajitas, regordetas, quienes compartían casi los mismos rasgos físicos, las dos tenían lentes, llevaban el cabello recogido y engominado, también usaban batas, eran tan jóvenes que si las mirabas de lejos parecían dos estudiantes de secundaria saliendo del laboratorio de química.

Yo estaba sentada en un escalón con la mirada atónita, dividida entre emociones y realidad, se acercaron a mi y me hicieron algunas preguntas que no entendía, pero mi boca seca respondió como una autómata.

Antes de entrar a tu habitación, sacaron de un botiquín una cámara, guantes, libretas y los tres usaron cubrebocas en un tiempo donde usarlo no era de uso cotidiano como hoy.

No sé cuanto tiempo transcurrió. Ellos salían, entraban, preguntaban, buscaban, olían como si fueran perros sabuesos, escrutaban todo, hojeaban tus libros, tus cuadernos, analizaban tu espacio, me miraban de reojo, y  fue en uno de esos momentos donde el forense exclamó, con una voz sórdida: “fue un accidente”; como si eso supusiera un alivio, al final el resultado era el mismo.

El forense salió de la habitación con sus asistentes, encendió un cigarro, me entregó unos papeles, me pidió una firma, me atravesó con la mirada. Sin ninguna emoción, caminó por el pasillo, soltando bocanadas de humo, dejándome sola con la presencia de la muerte.

Pero, yo te amaba tanto que no me moví de ahí, sólo  sentía en el cuerpo una herida que no sangraba, vértigo, náuseas y el dolor infinito de tu partida. Me quedé helada, sola, con un vacío en el alma, con la mirada triste y apagada, inmersa en algún lugar remoto e inexistente, entre recuerdos como la primera vez que escuchamos juntos Hong Kong de Gorillaz. Fue en ese momento cuando una nube negra entró en mi ser, como cuando en los cómics los superhéroes descubren sus poderes. Lo mío no era así, ya no importaba nada. Algo cambió en mi, desde entonces y hasta ahora, esa nube está conmigo, a veces es negra o gris, pero hay momentos donde es luz infinita que pinta un arcoíris de colores que me inspira e ilumina, y comprendo que el dolor siempre es señal de vida.
 
Fotografía por Coastal Driver