El corazón se puede romper de mil maneras. Se puede agrietar por situaciones fragmentarias de la vida, tan disparatadas y distantes que es difícil reunirlas en la asamblea de la nostalgia. El corazón se puede romper de mil maneras, y parece que sólo se hace caso a una: la ruptura amorosa. En esta, el cuerpo cavernoso que somos se somete a un estado particular. Se hace consciente de la circulación de la sangre, esperando que no se detenga antes de llegar al corazón. Las fibras nerviosas palpitan y la respiración se ralentiza, o exacerba, según sea el caso. Se siente la dilatación de los ojos, se ensanchan como un balón a punto de estallar. Lloramos. Y todo esto, en la cupuliforme idea en que nos hemos encerrado, se hace evidente nuestra tristeza. Nuestro cuerpo recibe la noticia de que esa persona ya no estará más, y que de ahora en adelante buscaremos nuestro camino aparte.
Si hay algo en el estado de la ruptura amorosa es su primigenia individualidad. Un silencio estentóreo trae consigo los sentimientos desatados por ese acontecimiento. Y la necedad de que somos objeto se traduce en errores. Los trémulos pasos que damos en tierra firme definen un modo particular de caminar con ese pesado sentimiento. El depositario parásito de las sensaciones acontecidas por el amor fallido se hospeda en el interior de nuestro cuerpo.
Y aunque todo esto ya se ha dicho y algunos se sientan reflejados o quemen éstas palabras con la valentía de un corazón bien estable (un corazón retozado), lo cierto es que nos hemos limitado a una esfera en que se da la tristeza y dolor de un corazón roto. Pero, ¿has visto el proyecto fallido de tu madre y padre? Y no, no me limito a la separación amorosa institucionalizada en divorcio, pues en algún sentido esta tiene sus razones. Sino que hablo de cuando dejaron todo por hacer una familia, todo.
Creo firmemente que el amor es una entidad plural. Reúne una serie compleja de experiencias vivenciadas, ramas que perfilan características íntimas en la persona. Cuando este amor pasa a ser un “compromiso” requiere hacer uso de todo aquello en que te preparaste o viviste, cuando menos. En ese sentido las herramientas, por decirlo así, de tu historia, pueden aparecer en el momento de forjar un hogar. Pero, después de un tiempo, aparece la irritable idea de que se dejó una vida atrás para acoger a los hijos. Se pasó por alto la seriedad psicológica de una mente estable; la antesala de la vida en la infancia de un hijo obnubila el futuro de éste (un hijo será hijo por toda su vida), en pocas palabras, ¿qué pasará cuando los hijos se den cuenta que sus padres no debieron estar juntos y que ahora sólo se vive un juego erróneo de sanación sobre el mutilado cuerpo de su amor? Es ahí cuando retenemos el pensamiento que resquebraja la anatomía del corazón.
Fotografía por Wang Wei.
Nunca aprendí a bordar, jamás me alcanzó el talento para tocar el piano, no imaginé siquiera la manera de liarme con la ingeniería, no sabría administrar una empresa, ni obedecer a mi partido o a mi jefe, no se me ocurre cómo salvar la ecología y sé de medicina lo que mi ansia de médico me ha enseñado a leer el vendemécum. No he podido jamás memorizar dos renglones de una ley, no sabría llevar las cuentas de una tienda, ni soy capaz de vender un paraguas en mitad de un aguacero. No me quejo de todas mis carencias, escribir es un oficio que enmienda casi cualquier mal.
[Me siento sumamente identificado con este pequeño párrafo del ensayo “Sabor a novela” de Ángeles Mastretta]