Tuve un amor con el que planeé llegar hasta el fin de nuestros días. Lo incluí en cada uno de mis sueños. En mi casa rosa frente al mar, él estaba, corriendo libre, sintiendo la arena, persiguiendo los restos de olas que chocaban contra la orilla.
Disfruté de una compañía con ojos marrón en degradé, que emanaban bondad y me miraban como nadie más lo hará. Estuve junto a un guerrero que luchaba contra duendes y figuras espantosas que me aterran por las noches.
Me encontré con un cariño leal, desinteresado, inocente. En medio de la oscuridad él supo ser luz, cuando nadie más estuvo, él acudió, me compartió su calor, lamió mis lágrimas, sanó un montón de heridas.
Conocí el amor en su versión más hermosa. Pero la vida tenía que enseñarme que todo lo bello es efímero y entonces, reconociendo que el querer no tiene relación con el apego, tuve que soltarlo, tomar la difícil decisión de liberarlo del sufrimiento.
Me encontré con un ser, cuya partida me desgarró el alma, se llevó un pedazo enorme de mí.
Hay días en los que al levantarme abro la puerta de mi cuarto y espero verlo, batiendo su colita, mirándome con esos ojitos que se quedaron indelebles en mi memoria. Aunque es difícil, triste, intento entender que aquel amor se transformó, voló a otro plano, buscó la forma de desligarse del dolor.
Descubrí el amor puro. El amor se llamaba Kandinsky.
Mi deporte favorito es inflar egos.