Una vez a la semana tomo una ducha nocturna. Me ducho para desestresarme si tuve un día pesado, si fui al gym, por si tengo calor o simplemente si me quiero masturbar pensando en la chica que me gusta. Pero en esta ocasión no fue ninguna de esas razones, me duché porque quería llorar. Tenía dos años que no lloraba, que no sentía la necesidad de desahogarme por lo que siento y por lo que cargo.

En cuanto el agua de la regadera tocó mi cuerpo, me solté a llorar, fueron lágrimas por todo: por lo que había perdido, por lo que tenía, por lo que había dejado, por lo que estaba obteniendo, por momentos, por recuerdos, por días, por personas, por ella, por sentirme bien, por estar mal, por mí, por mis amigos muertos, por mi familia, por los que ya no están, por lo que está por llegar, por mis sentimientos, por mis demonios, por el trabajo, por los viejos tiempos, porque, de algún modo, todo esto me estaba quemando y tenía que dejarlo salir.

Sin pausas, pasé una hora llorando. No recuerdo alguna vez que haya llorado de tal manera. Al finalizar mi ducha, tomé mi toalla y sequé mi cabeza y después mi cuerpo, pero lo único que no pude secar, fueron mis lágrimas.