La luz dorada entraba por la ventana mientras sentía el tacto de tu mano en mi mejilla, me besaste y sonreí, te miré a los ojos y ese instante se volvió eterno. El café de tu mirada me encantó dejándome clavada en ti, sin retorno ni salvación. La única opción era dejarme caer, teniendo la certeza (no sé cómo ni por qué) de que algo real y genuino estaba surgiendo.

Tus brazos rodearon mi cintura y me besaste largo y profundo, podía sentir como tus labios quemaban, surgió una fuerza incandescente que jamás había experimentado, una fuerza cósmica imantada que me jalaba a ti con una tracción que me hacía entender que te habías vuelto mi centro de gravedad.

Tus manos calientes me recorrieron la piel llegando hasta el alma, me mirabas con fuerza haciéndome sentir electricidad en cada respiro. Ahí en medio de ese mundo que empezamos a crear, mientras amanecía y el cielo se volvía azul, supe que ya no me iría de ti.

Así, entre risas y besos me abrazaste, me habitaste, me incitaste, me hechizaste y me hiciste ser tierna, frágil, infinita y feliz. Sintiéndome en casa, a salvo, completa, sin nada que temer y que al fin podía respirar.

Esa fue la primera vez que dormimos juntos.
La primera vez que amanecimos juntos.