Ocurrió un lunes por la mañana y no supe cómo reaccionar. Me dieron ganas de salir de clases temprano y pasar la tarde llorando. No había perdido a cualquiera. La estaba perdiendo a ella. Los dos meses que duró nuestra relación no compensaban el año que me había tomado darle el primer beso. Me sentía traicionado, aunque no por ella sino por mí mismo. Aquello que me tomó tanto tiempo perseguir, de pronto se me iba de las manos con la misma velocidad con la que llegó.
Pese a mis ganas de abandonarlo todo, hice el esfuerzo por llevar un día normal: estuve en la escuela hasta tarde, leí un par de libros de poesía y comí como habitualmente suelo hacerlo. Mis amigos me miraban de lejos, como cazadores contemplando un venado herido al que jamás quisieron lastimar. Murmuraban entre ellos cuidando de que yo no oyera sus palabras: temían hundir en mi carne aquella bala que me laceraba el corazón sin aniquilarme.
A ella la ruptura no parecía haberle perturbado. Darme cuenta de que muy pronto me olvidará me hizo sentir aún más miserable. Una parte de mí deseaba verla sufrir como yo sufría por ella. Quise que fuéramos como una pareja de venados heridos que se tienden en el bosque a lamerse las heridas. Los cazadores contemplarían con horror y ternura el cierre de ciclo de dos vidas que alguna vez se complementaron.
Pero eso no ocurrió.
Escribí esto dos semanas después de aquel lunes. Hoy por la mañana encendí el televisor y me puse a ver documentales, que es lo que hago cuando no tengo nada que hacer. Hablaban de la migración de los gansos y luego sobre las crías de tiburón. Luego pasaron otro sobre cazadores en Norteamérica. La voz en off narraba la vida de una apacible familia de venados: el padre fue abatido a balazos y la madre escapó velozmente alejándose del cuerpo herido de quien había sido su compañero de vida.
Perra, pensé mientras me saltaban lágrimas de los ojos quemándome las mejillas.
Fotografía por Luis Torres
(1990- ¿?). Gestor cultural, bibliómano y colaborador constante de publicaciones digitales.