El escenario era bizarro. Enfrente de mí se acababa de sentar un albañil con su esposa, sus hijos se sentaron a lado de mí para poder vislumbrar el paisaje de las ocho de la mañana. Al grito de “nos vamos a bañar juntos”, la señora despojaba del cubre bocas al pobre chalan que apenas y podía con su alma corresponder ese beso tan agobiante y asfixiante.
Al fondo, un señor ponía play a un vídeo de Facebook sin ningún tipo de discreción, escuchándose entonces a todo volumen una reflexión “penosa” sobre las altas y bajas en la vida y sobre cómo seguir adelante (ja), aquella voz en off intentaba representar el eco de un ser divino, aunque sus palabras de ánimos fueran emitidas de la forma más chilanga posible.
La niña a mi lado derecho interrumpía con gran fervor y reclamo inocente aquel beso saliviento de los cuales sus padres estaban siendo parte, al escuchar en susurros de su hermano que ya le habían pagado la quincena a su papá, – ahora si me van a comprar mis tenis verdá –, recalcaba la pequeña mientras sus padres con gran mentira en los ojos, pronunciaban un sí a secas.
A mi izquierda, el dolor de la ciudad se hacía presente en la mirada de un hombre con desencanto entre el abismo de sus pupilas; sus pies descalzos, cubiertos por una montaña de mugre y suciedad, hacían aún más fuerte el contraste entre todos los demás pasajeros. El tipo media como dos metros, se observaba fuerte, robusto, vestía un traje viejo y amarillento, como si la vida que trajera puesta hubiera decidido quedarse pausada en un determinado trecho (de tiempo). El rostro de aquél hombre no era sino de desencanto puro, de desilusión inmaculada, de decepción ingrata; aquellos párpados grises con el borde de los ojos en rojo, representaban tristemente el claroscuro dolor de una ciudad agresiva y latente que no ha terminado por identificarse.
Su desorientación no iba sobre en qué estación del metro estaba, sino, en cuál de todas esas líneas y esos nombres sería correcto bajar(se). Nadie quería sentarse alado de él, toda una fila de asientos vacíos lo representaban uno a uno, era una especie de espejo sin reflejo, una pieza del museo de Antropología despreciada, un espejismo aparente…
El soundtrack de aquella imagen, eran las palabras de una plática sobre la política social del país, que dos hombres de edad avanzada determinaban, afirmando sin pensar, que los problemas sociales de hoy día eran ocasionados gracias que los jóvenes habían crecido sin valores y sin ni ideas. -…es que los chavos di’ora no tienen creatividad, mano, antes no estábamos tan maleados, uno quería ayudar, salir a delante por su país…-, reprochaba el boomer a su compañero de asiento que nomás asentaba con la cabeza (no cabe duda que las piedras jamás serán suficientes para librarse de cualquier pecado).
El hombre gigante, durante la pronunciación de esas líneas, me miro, y lo hizo con la mirada más triste del Déefe, que después de eso trato de lanzarme una mueca amigable que termino sólo en curva sonriente. La cuál correspondí, por supuesto. ¡Yo quería que mis zapatos le quedarán!, pero después de sacar medidas y conclusiones con los ojos una y otra vez, comprendí que no le quedarían jamás. Inventándome planes se agotó mi tiempo y llegó mi hora de bajada. Aquel rato, el hombre sólo se limitó a ver y observar como cualquier otro niño la ventana. Miraba la ciudad con una añoranza nostálgica sin igual y que le pesaba. Lo sé porque después regresaba la mirada al suelo, llevándose las manos al rostro, moviendo la cabeza y tapándose la cara; …Supongo que si nada, ni nadie te puede garantizar el mañana, el hoy se vuelve inmenso. Más en una ciudad como esta.
Para cuando descendí del vagón, el hombre se despidió de mí… exclamo un – gracias – en voz grave y rasposa, después desde la ventana sólo lo vi irse. Alejarse. Perderse entre las ondas de velocidad constante que poco a poco indefinían la forma de los vagones. Observe ese metro naranja hasta que se lo comieron las periferias de la ciudad. La otra ciudad.
Jamás sentí el corazón tan roto, tan el espíritu lleno de emociones tristes, de coraje y de decepciones… de injusticia, quizá. Porque él sólo quería eso, que lo vieran, que alguien lo saludara nomas…
“Ciudad,
quisiera no amarte tanto,
resignarme
a que me has hecho
mucho mal
y a que no,
no vas a cambiar.”
– Carolina Castro
Fotografía por Anastasia Boichuk
Plasmo fragmentos de realidades con las que me topo de frente.
Me dedico básicamente a no ser invisible y que nada a mí alrededor lo sea.