Por varias razones este texto es dedicado al recuerdo de las noches con mis amigos. Pienso constantemente si es posible malgastar el tiempo o si acaso la única deuda que tenemos nosotros con el tiempo es la de dejarlo transcurrir. De culpa no me voy a morir, sé con certeza. Disfrutar mi tiempo como se me da la gana, irónicamente, me ayuda a dormir mejor por las noches.
Un grupo de jóvenes excéntricos e inconformistas salen del lugar donde Luis Barragán edificó sus torres, en destino a una noche que les regale vida. Al final, si en cualquier otro lado no te sientes identificado, quizá aquí si. Una cerveza tras otra, poco a poco se abre la conversación y como entre las olas del mar, te vas dejando llevar. Una conversación que nos hace cómplices.
¿Conoces la sensación de estar en casa? ¿Cómo saborear algo nuevo sin caer presa del miedo? El miedo sólo sirve para enjaularnos. Cada uno de nosotros tiene una historia distinta y sin embargo, el mérito que nos identifica ha sido convertirnos en discípulos de lo que resulta fascinante.
Hicimos de nuestra guarida aquella terraza en el Centro. Algunos buscaban, en otros ojos, en otros labios, en otros brazos; una mirada, un beso o un abrazo que les permitiera experimentar una unión mística. La madrugada, la música y una que otra substancia terminan por envolverme dentro de la tormenta perfecta de caos y paz.
Ellos son el tipo de persona que me gusta explorar y conocer su mundo es lo que ansío. Con un baile desbordado reclamamos lo que es nuestro. La noche llega su fin para convertirse, poco a poco, en el recuerdo de lo que es sentirse vivo.
Como religioso que no olvida hacer oración para salvar su alma de ir al infierno, como aquellas personas que esperan en el tráfico sabiendo que en algún momento llegarán a su hogar; el tiempo usado en descubrirte parte de lago más grande que ti mismo, es tiempo valiosamente transcurrido.
Fotografía por Alexis Vasilikos