“Tápame con tu rebozo, llorona
porque me muero de frío”.
Entre el terciopelo encendido de la cresta de gallo y el sol revelado del cempásuchil, el mercado anuncia El día de Muertos; festividad mexicana que honra con sabiduría a la muerte, a todos aquellos que han partido.
En Oaxaca, estado sureño donde nací y crecí, la tradición del Día de Muertos es única. De niña lo que más me asombraba era notar cómo las calles se empezaban a adornar con flores de temporada, de papel picado, qué decir del delicioso pan de yema con caritas, el aroma del copal, los sahumerios, frutas, y las misteriosas, pero coloridas, calaveras de chocolate y azúcar con un nombre en la frente.
En recuerdos cálidos, me encantaba acompañar a mi madre al mercado, a comprar la ofrenda para nuestros fieles difuntos y así poder ofrecer un atractivo banquete para las almas viajeras. Así como lo vivía en casa, otras familias también replicaban el hecho ritual de poner su altar.
La mesura y la alegría de sostener esta tradición, hacen de Oaxaca uno de los mejores lugares para pasar las fechas.
Con el mismo entusiasmo de la niñez, me he preguntado acerca de la licencia que se le da a las espíritus para venir a visitarnos. Pienso que los panteones en los días de los muertos se convierten en salones de fiesta donde se normaliza cantar, bailar, beber y hasta soñar con lo que vive en las entrañas de la tierra. Por eso México ha sido un exponente entrañable cuando se trata de celebrar el punto de origen: la muerte.
Ya sea que disfrutemos desde la cultura mexicana por excelencia o de una cultura híbrida, me parece curioso y emocionante poder acercarnos a la obscuridad sin culpa, a los fantasmas, al miedo, a las leyendas urbanas, al dolor de la partida.
Sin tanto prejuicio, más ligeritos, en estas fechas desfilan personajes que han esperado vivir. Por eso vemos por las calles personas disfrazadas que se unen a comparsas o muerteadas, como le dicen en Oaxaca, ambientadas con música escandalosa y pasos del más allá. El municipio de Etla o Xoxocotlán son las coordenadas más cercanas a la ciudad de Oaxaca de Juárez para celebrar de tal forma.
Sigo navegando con la niñez y recuerdo los primeros días de noviembre como una película envuelta en humo. Esos días se descifraban con la sospecha que un ente podría tomar ventaja de su pase y quedarse debajo de mi cama. Pero, con los años, logré conectar y descubrir la sustancia de esta tradición y así pude abrazar sin miedo que la vida es un rizoma y la muerte también florece.
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