Esta triste historia inició con Lee Krasner publicando un anuncio en el periódico:
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“Desayuno en la cena.
Caníbal solicita asistente.
Favor de acudir a…”.
Todos creyeron que era una broma, menos un vagabundo que vio el anuncio cuando buscaba comida en el basurero del callejón Kurt.
—Creí que nadie vendría —confesó Lee en la corte—. Pero él llamó a mi puerta.
“Le pregunté qué diablos quería. Respondió que venía por lo del anuncio. Lo miré de reojo y lo dejé entrar.
“—¿Nadie te vio llegar? ¿Alguien sabe que estás aquí? —le pregunté. Dijo que no.”
—¿Y qué hizo después con el hombre?
—¿Me pregunta si me lo comí enseguida? No. ¿Es usted idiota? Estas cosas no se hacen nada más porque sí.
“Era evidente que primero tenía que bañarlo, darle una buena cena y mandarlo a dormir. Estas cosas no son como en las películas.”
—¿Lo secuestró en su propia casa? ¿Hubo alguna clase de ritual, torturas?
—Nada, señoría. ¡Pero qué va! ¿Cree que soy estúpida, que soy como los de las películas?
“La carne debe prepararse, no es como un bistec que pones a asar y te lo comes, no.
“Lo mantuve en mi casa; lo rasuré, le di ropa, lo alimenté; también lo llevé conmigo al cineclub, disfrutamos de un espectáculo en el Cleopatra de Mérode Cabaret, ¿me sigue? Se le llama: preparar el desayuno.”
—Desayuno en la cena, ¿no? Así lo puso en el anuncio.
—Sí. No lo niego.
—¿Con qué fin hizo todo eso?
—Enamorarme de él, ¿qué más podría ser?
—Perdone, no escuché lo que dijo.
—Enamorarme, su señoría; escuchó bien.
“¿Acaso cree usted que habla con una salvaje? Pues está equivocado.
“Yo le conté mi vida, él intentó explicarme la suya. Ya sabe, mera formalidad. Fue así que me enteré de que él había sido escritor. Y hubiera sido uno de los buenos, me dijo, si no hubiera sido por la puta que me robó mis escritos y me demandó. Así fue como terminó en la calle. ¿Quiere saber qué sucedió después?”
—Por favor, oficial, dele esto —el Juez le extendió un pañuelo al guardia para que se lo ofreciera a Lee Krasner. Estaba llorando.
Cuando Lee se limpió las lágrimas, continuó:
—Me enamoré de él, su señoría.
“Al principio no quería, eso no debía suceder. Claro que él sabía que lo mío iba en serio; pero no le importó, igual se enamoró de mí. He querido pensar eso desde entonces.
“Cuarenta y tres noches compartí la cama con él. Después, cuando su carne quedó bien sazonada, cuando recuperó la salud… Usted sabe, ¿no?”
—En todo ese tiempo, ¿nadie fue a su casa?
—Nadie.
“Recuerdo que lo tumbé sobre la mesa, su señoría. Era madrugada.
“—¿Aquí se acaba? —él me miró, sin miedo, luego me sonrió.
“—Te amo, Jonathan —le dije.
“Cerró los ojos y le corté la garganta. Todavía recuerdo lo último que dijo antes de morir”.
—¿Qué dijo? —preguntó el juez.
—Con que desayuno en la cena, ¡eh!
Fotografía por Coastal Driver
Escritor y redactor mexicano (1997). Dictaminador de Revista Tlacuache.