De piel salada

Lo tomó de la mano un día y desde aquel día no lo ha soltado. Se llevaron sin preguntarse cada noche al mismo lugar. Un colchón. Y se besaban, se decían cositas con las yemas de los dedos. Se cantaban canciones. Se iban y regresaban. Siempre con la misma soledad a cuestas, para disimularla, para sofocarla por unas horas o una noche. Era su gran coincidencia. Era el hilo conductor que les amarraba las venas, les hacía un nudo ciego y después lo deshacían. Se tenían y se dejaban. Era lo acordado.

Ella lo conoció como un fotógrafo más por aquel mes de julio en que viajó a la playa por un proyecto independiente. Lo descubrió tomando un cerveza en el bar que ella atendía mientras él limpiaba el lente de su cámara y organizaba los rollos de 35 mm en diferentes botecitos.

Esa tarde-noche charlaron largo tiempo, después de que se fue el último cliente. Y ella lo invitó a pasar al piso de arriba, donde dormía, pero no lo quería para dormir. Y subieron por las escaleras, bebieron cerveza con limón y unos cuantos manís enchilados; después, más tarde, no durmieron, se les hizo de día abrazados. Él se fue a la semana, pero prometió volver, y volvió. Y se iba y volvía. En realidad, los dos siempre se iban, aunque ella se quedara. 

Una semana de tantas que él regresó por trabajo con la soledad acomodada en la maleta, llegó al mismo bar y ella, con la misma sonrisa y complicidad, le acomodó un par de cervezas en la mesa y tres besos en la boca. Ya más de madrugada, una vez más, dejaron la soledad en el piso de abajo.

Él le tomó la mano por ahí de las cuatro de la mañana y con esa humedad en el viento que el mar le impregna, le tocaba la piel salada y la miraba sin decir nada. Cansado tal vez del mismo viaje, de sortear la soledad de la misma manera, se decidió finalmente y le espetó.

¿De qué se trata todo esto?

Ella le apretó fuerte la mano, esa mano que aún no ha soltado y le dijo a flor de piel:

De volar, ¿de qué más? 

Fotografía por Francesco Sambati