De Chinasky a Edípo

Ese día no salí de casa solo como yo pensaba, llevaba conmigo la sombra de ese niño de nueve años con el alma desahuciada, casi muerta. Se sentía como un bulto echado en los hombros, no, más bien era como estar poseído por un demonio, un feroz ente que controla desde el fondo de la psique todo impulso salvaje y suicida.
Corría deprisa hacía mi destino, lo tenía de frente y podía ver qué tan sucio y roto era el desenlace, pero no me importaba: el demonio/niño mandaba y no se iba a detener hasta conseguir lo que buscaba.

Salir a beber algo para relajarme.

Visité un bar lujoso en el centro, amplio salón rectangular con la barra al fondo, el techo tenía una gran cúpula que dejaba entrar un baño de luz hermoso, cualquiera que cruzara el salón, aún siendo el mismo diablo, parecería un ángel reluciendo de gloria. Las mesitas y la barra de madera hacían juego perfecto con el color perla de los muros y la estructura oval característica del estilo barroco. Atravesé el salón sintiéndome un astro y me senté en la barra, pedí un whisky con agua, el joven que atendía la barra volteó extrañado, tal vez esperaba ver a un viejo de esos bohemios con pinta de escritor, abogado u otra profesión que deje el dinero y el tiempo suficiente para embrutecerse con un whisky de vez en cuando. Con la cara de tonto destapó el Jack Daniel’s, llenó dos tequileros, arrojo hielos en un old fashion, sacó un agua mineral de bajo de la barra y deslizó todo el arsenal hasta mi lugar. Mezclé la parafernalia embriagadora, le di un pequeño sorbo y me di cuenta de ese demonio, creí ahuyentarlo bebiéndome todo el vaso de un trago pero solo estaba haciendo lo que él quería. Me fui al baño deprisa y al mirarme al espejo ahí estaba, su rostro era exactamente igual al mío, pero en los ojos cargaba una tristeza insoportable, eran los ojos de un niño huérfano o enfermo, confundidos y con las lágrimas apunto de desbordarse.
—Pobre niño —dije en voz baja. Me lave la cara y salí del baño.
Pedí otro whisky pero la música empezaba a fastidiarme, soy un melómano, y si la buena música no acompaña la borrachera mi humor se pone fatal.
Pague la cuenta y me fui.

Camine unas cuántas cuadras saboreando el próximo sorbo y en cualquier bar que me topaba metía mis narices, si se veía alegre me alejaba, si tenía un ambiente oscuro y la cara del barman era como de matón, para mí era perfecto.
Empezar un tour por los bares más sucios y viejos del centro me hacía sentir como Henry Chinaski, Nick Belane o algún otro personaje sacado de una novela de Bukowski.

Recuerdo haber estado en unos tres o cuatro bares antes de perder el conocimiento. Uno muy callado, con ambiente fúnebre, tenía decoración vieja de los años 70, artículos de periódico enmarcados y colgados en los muros color verde pálido. En otro el ambiente era denso, casi no se podía ver a causa de todo el humo de tabaco que flotaba ahí, bebí una cerveza y me fui, estuve unas dos horas en un bar de mala muerte, rodeado de perdedores, hablando con un pelele de sus problemas cotidianos, cotidianos y estúpidos.
¡Ahh! Cómo odio la cotidianidad de las personas, aborrezco escucharla, como si me importará que tanto odias a tu jefe, o lo guapa que es la recepcionista, ni lo que le harías si tuvieras oportunidad. Odio escuchar que tanto tardas en secar tu cabello y lo que haces camino a la escuela, tampoco me interesa con quién te emborrachas los fines de semana ni mucho menos como te sientes después de romper con tu pinche novio, si no estoy inmerso yo, me importa un carajo. Bastante tengo con mi propia cotidianidad que me rehúso a ser espectador de la de otras personas.

Después de no sé cuántos whiskys y apoyado sobre mis codos en una barra  de bar me di cuenta de que dejaba de ser yo y empezaba a ser más ese niño que busca desesperado el regazo de mamá para llorar.
—¡Que se joda! —Dije en voz baja y bebí mi trago completo.

Todo era confuso. Aún tengo flash backs pero ninguno confiable. No podría precisar en que momento apareció Lupita. Mi lapso de memoria más sólido me lleva a despertar en su casa. Lo demás son lagunas y pequeños charcos de recuerdos en dónde me caía de borracho, peleaba con un maricón y caminaba con Lupita por las calles del centro, con el brazo echado por encima de sus hombros y los “no pasa nada papá, ahorita te vas a alivianar” cada 5 o 6 calles.
Lupita vive en la zona centro de San Luis Potosí. La avenida eje vial es conocida por el viejo oficio que se practica ahí.
Ese lugar es una parte olvidada del centro histórico de la cuidad, las calles son de adobe desgastado y los edificios aún tienen fachadas de 50 años atrás; las paredes están tapizadas con mujeres de todos los colores y tamaños, recargadas con la mirada hacia el cielo, esperando un cliente o una mejor suerte; hay un motel deplorable casi cada esquina y una que otra mirada sospechosa se escapa por las ventanas si pasas de madrugada. Es un lugar peligroso, pero yo iba protegido.
Recuerdo su habitación, era un cuartito de un sucio edificio de unos 4 pisos, el techo muy abajo, muros grisaseos, no había cama y el único mueble era un pequeño buró con estilo modernista de los 70’s, había un aroma seco y pesado, no sé porque ese aroma me hacía recordar el color rosa pálido y eso me hacía sentir seguro.
Yo estaba tirado en el piso encima de unas cobijas y Lupita enfrente mirándome con lástima.
—¡hay cariño! Que hubiera sido de ti si no te encuentro —dijo recargada en el buró, con los brazos cruzados y un poco enfadada.
—Creo que piensas que tengo mucha suerte —le dije mientras me reponía.
—¡Uta! Si que la tienes pendejo, casi te matan. Por suerte conocía al dueño del bar en el que estabas metido y me dejó meter las manos por ti. Si no hubiera sido así te meten una putiza entre todos —dijo ella con una voz de regaño muy peculiar, de esas que te hacen sentir importante.
—No fue mi culpa, ese maricón quería manosearme, tenía ganas de partirle su madre.
—Ven hijo, ya pasó. —Lupita se arrodilló junto a mi, sacó una pipa de cristal y me la puso en la boca—. Fuma de esta madre para que te alivianes.
Fume sin problema pero no me sentí mejor.
—Yo sé que esta madre es mala pero que puede hacer uno, está en todos lados y es bien barata y para el ritmo de vida que yo tengo me queda al puro pedo. ¿tu no estas metido en esto verdad hijo? No, que chingados luego luego se te ve que eres un chavito bien.
—¿Por qué lo dice? —le dije mientras me masajeaba las cienes para intentar sentirme un poco mejor.
—Pues mira cómo andas vestido. —Me echó una mirada de abajo hacia arriba—. Andas muy de camisa elegante y buenos zapatos, la gente que está clavada en esta madre se le olvida cómo vestir.
—Ni crea, tal vez solo soy un yonky con buen gusto. —le dije mientras me paraba y veía el cuarto a mi alrededor.
—No lo creo, para mí eres un chavito hijo de mami. A mí no me engañas, se ve que todavía te lavan y planchan la ropa, andas bien limpio y hueles a suavizante, tu mamá se ha de estar preguntando donde andas condenado.
—Te equivocas. ¿Qué hora es?
—Son las 12, casi la 1. ¿ En que te vas a ir?
—En un taxi, supongo. —Revise mis bolsas, celular, si, enseguida busque en las bolsas traseras, mi cartera no estaba, volví a hurgar en las bolsas delanteras, saque todas las monedas que había. 11 pesos.  —¡Ahhh! Carajo, volví a perder mi dinero.
—¿Seguro que lo perdiste? Para mí que te lo gastaste en esa huarapeta que te acomodaste mi buen. —Dijo Lupita burlándose de mi situación.
Lupita era bajita, con los muslos y los chamorros bien formados, cadera ancha, espalda gruesa y una pequeña pancita que para nada trataba de ocultar, senos pequeños pero perfectamente definidos, su piel era morena y áspera, llevaba el pelo recogido como cola de caballo, pómulos prominentes, ojos grandes y pestañas largas, una boquita con labios carnosos y rojos, se veía por lo menos de unos 35 años.
Traía un vestido negro bien ajustado, tenía unas nalgas redondas y muy firmes. No pude evitar ponerme caliente cuando las vi.
—Es peligroso salir ahorita, mejor quédate a dormir y mañana temprano te vas. —Dijo ella sacando un celular de su bolsa.
—Qué onda mi Wicho… cómo andas… yo bien chingón gracias por preguntar… no pues aquí para pedirte un paro… sí, simón lo mismo de siempre, y de paso te traes 2 caguamas y unos cigarros. Ándale sí por favor. ¿Tú de cuál tomas? —me preguntó—. Traete dos coronas y los cigarros que sean Pall Mall.
En 20 minutos un auto se estaciono frente al viejo edificio Lupita bajo corriendo y en menos de un minuto regreso con el encargo. Como si fuera diligencia, abrió una pequeña bolsita zipplock rellena de metanfetamina, vació un poco en su pipa y se puso a fumar.
—Enserio mijo, tú no te vayas a clavar en esto. Cuando tienes para comprar es la gloria, mucha risa y todo, pero cuando no, ¡te quieres morir!
—No se preocupe, soy inmune a ese tipo de vicios. —le dije mientras destapaba una caguama.
—¡Oíte nomás hijo! —Soltó una carcajada.  —Para mí que tú no le entras a nada, ni a las mujeres de seguro. Por eso ese cabrón te quería coger, ha de haber pensado que eras de los suyos. —me dijo al mismo tiempo que se reía pero a la vez con un tono en plan de coqueteo.
—Las mujeres son mi vicio. —Le sonreí para seguirle el juego—. Te clavas con los vicios porque te hacen sentir bien chingón, como fuera de este mundo, y por eso quieres más, para sentir que no te hace falta nada aunque sea por un ratito y sin importar las consecuencias, ansia de infinitud, así le llamaba Baudelaire a esta sensación, y todos estamos condenados a sentir esa ansia, es fatalmente humano; pero para mí los vicios son como pequeños demonios que reclaman tu voluntad humana y no descansan hasta verte muerto en vida. —Le di un trago largo a mi cerveza.
La mirada de Lupita cambió repentinamente, cambió esos ojos que me miraban con compasión por unos mas salvajes, tales de un depredador. Cruzó los brazos.
—¡Ah! entonces tu droga son las mujeres, muchacho condenado, nomás la cara tienes. —me dijo mientras se sentaba a lado mío.
—Si. —Asentí con la cabeza mientras le daba un trago a mi cerveza y la miraba de re-ojo.
—¿Y ahorita hay una que te traiga loco? —Me pregunto con demasiada curiosidad.

Al bajar la botella sentí un golpe de sinceridad, eso hace el alcohol, rompe la barrera del pudor y te hace sentir empático con cualquier extraño.
—¡Ay!, a ver cuéntame, para estas cosas del amor me pinto sola, a veces vienen las muchachitas de por aquí a platicar y se quedan horas. Les encantan mis consejos. Soy como la madre que nunca tuvieron. —me dijo mientras llenaba la pipa de nuevo, y acercaba su cerveza, como si lo que estuviera apunto de contarle fuera una novela o algo parecido. La cara que tenía de fascinación era indescriptible.
—Hay una mujer. —Bajé la mirada y me concentré en recordar.
—La conocí cuando era niño, fue cuando llegue a la Ciudad de México, tenía solo 13 años y estaba prácticamente solo en esa ciudad y aunque tenía a Darío, que me alojó por un tiempo cuando llegue, el cuidado de Thalia era diferente, ella me protegía de lo hostil que eran las calles, ella las conocía bien, siempre estaba ahí para salvarme por eso cuando me traiciono me dolió tanto, todas las noches me preguntaba ¿por que lo hizo? ¿Por que me abandonó cuando nos habíamos prometido escapar juntos? Ahora entiendo que solo hizo todo lo que me enseño. Sentido de supervivencia. Apuesto que si ella hubiese estado en mi lugar ese día esperaría que yo hiciera lo mismo.

Lupita me tomo de las manos.—¿Mijo y qué fue de ella? ¿A dónde fue o que? —Lupita me miraba a los ojos, me entendía, lo podía ver en su rostro, lo bondadoso de su mirada es algo que jamás olvidare.

—No sé a dónde fue, después de ese día no he vuelto a saber de ella. —no pude evitar ponerme reflexivo y el dolor se me notaba tanto que Lupita se acerco a darme un abrazo.

Se alejo un poco me puso las manos en los hombros y cuidadosa pregunto. —¿Se puede saber de que huían?

Levante la mirada y moví la cabeza para decirle que no.

—¿Y aún sigues huyendo?

—Sí, creo que sí.

Lupita, calmada se acercó un poco mas, miró mis labios.

—¿Te puedo preguntar algo? .—Me apretó las manos y continuo. —¿Seguro que estas huyendo? A mí se me hace que la estás buscando. —Me soltó de las manos y miró hacia arriba, como si en el techo estuvieran las palabras que necesitaba para expresar su punto de vista. —¿Cómo te explico? —Titubeó un poco. —Si estuvieras huyendo no estarías paseándote así como si nada por el centro ni mucho menos armando líos. En cambio lo que haces es buscar, metiéndote en este tipo de lugares con la esperanza de toparte a alguien. —Un chispazo de inteligencia encendió el rostro de Lupita y sin dudarlo preguntó. —¿Es una puta?  —Sorprendida llevo las manos a su boca y se levanto de golpe.

Fingí ignorar lo que ella estaba diciendo por temor a quedar expuesto y vulnerable pero no dio resultado. Lupita era ya una mujer madura y aparte de eso bien vivida, creo que no le podría mentir en nada. No imaginaba el dolor que tuvo que pasar para adquirir esa sabiduría.
Después de estar mirándonos un buen rato no pude fingir mas.
—Puede que tenga un poco de razón en todo lo que dice. ¿Pero cómo lo supo? Apuesto que debe haber pasado por algo similar —respondí con un poco de verdad pero también intentando desviar un poco la atención en mí.
Cuando terminé de hablar instantáneamente la mirada de Lupita se clavó en el suelo, también ella sintió un golpe de sinceridad, aunque para ella más bien debió ser un putazo; al parecer habíamos forjado una complicidad instantánea. Pude notar el nudo en su garganta y casi pude ver a través de sus ojos el dolor que le causaba el recuerdo que asedio su mente.
Como si fuera una auto terapia Lupita agarró valor y comenzó a hablar sobre ello. Al principio con la voz quebrada y después más natural.
—A veces me gustaría no haber pasado por tanto y no tener respuestas para las inquietudes de las muchachitas que me visitan muy seguido, pero esta vida nos tocó y qué le vamos a hacer mijo. —Lupita tenia la mirada perdida y los brazos cruzados, como queriendo consolarse ella misma—. De los errores aprende uno pero es bien difícil dejarlos atrás, ahí están detrás chingue y chingue, pero te recuerdan de dónde vienes, aparte para que no la riegues igual, cuando te vi todo borracho en ese bar me diste una ternura que solo las madres sienten, no pude evitar irte a rescatar como si fueras mi chamaco.
—¿Usted tiene hijos? —La interrumpí.
Lupita empezó a llorar.
—Sí, sí, sí, mijo. Ahorita ha de tener tu edad. —No paraba de llorar.
—Si no es indiscreción, ¿dónde está?
—La verdad no lo sé, lo dejé en Matamoros cuando el pobrecito tenía 10 años.
—¿Desde entonces no sabe de él?
Lupita rompió en llanto, estaba recargada en el buró viejo con una mano cruzada abrazando su cintura y con la otra estaba como tratando de sostener su cara, parecía que se le iba a caer de tanto llorar. Cuando se recobró empezó a contar.
—Yo era muy joven y bien testaruda, vivía en la calle y andaba en malos pasos. Me embarace de sabe quién y tuve a mi Yiyo. Así le decía porque estaba tan chiquito y güero que parecía un pollito. —Se le escapo una breve sonrisa—. Anduve de acá para allá con el chamaco en brazos, trabajando de esto y lo otro, hasta que conocí a doña Lourdes, ella fue como nuestra madre para los dos. Lourdes era una madrota, y le entré a la chamba con ella, mientras yo trabajaba ella me cuidaba a mi pollito. Cuando mi chamaco tenía 8 años se me hizo fácil y otra vez me hice drogadicta. Ya no lo veía como antes y lo descuide mucho. Me valió madre y lo dejé en la calle, doña Lourdes ya no me lo quería cuidar y yo menos. Bueno, Yiyo ya estaba grandecito y lo mandaba a vender chucherías a las escuelas para sacar dinero. Un día conocí a un hombre, era un cabrón, pero así me gustaban, con el me tiré completamente al vicio y Yiyo para mí ya era un estorbo.
Lo maldecía por no poder hacer mi vida cómo quería según yo por su culpa.
¡Ay mijo!
Un día de esos, este hombre llego y me dijo que había gente que compraba niños por una buena lana. La verdad si era muchísima, y más para una drogadicta desgraciada como yo. No lo pensé ni tantito y con engaños hice que Yiyo se fuera con esos señores. Y del dinero ni me preguntes, ese hijo de su puta madre lo cobro por mí y me abandonó en el aeropuerto el muy desgraciado. Pero eso ya pasó mijo. ¿Qué no? —Lupita se secó las lágrimas, le dio un sorbo gigante a su cerveza y se quitó los tacones para relajarse, se sentó a mi lado y chocamos botellas.
—Hay que brindar por lo que viene, y por lo que ya pasó que nos tiene donde ahora, que bien o mal estamos y eso es lo que cuenta.
Su expresión cambio totalmente, aún así no dejé de ver todo el peso que llevaba dentro a través de sus ojos.
—Vamos a cenar, yo invito —dijo ya bien repuesta.
Empiezo a cuestionar la forma en la que opera el destino. ¿En verdad existe? ¿Somos tan sólo unos simples títeres o nos hemos confundido y le llamamos destino a nuestra propia fuerza de atracción?
—Está bien —le dije.
Fuimos a cenar, todo el tiempo estábamos riendo por esto o por aquello, paseamos de madrugada por las calles del centro bien abrazados. Ya no sé qué éramos, no sabía distinguir si éramos como madre e hijo o un par de amantes locos. Qué se yo, estábamos felices de tenernos aunque sea esa noche, disfrutando del momento, también, tal vez, de toda la vida.
Una vez de vuelta en su casa ya borrachos, hicimos el amor salvajemente, como jamás lo había hecho.
Después, recuerdo haber llorado en su pecho y abrazar esa figura materna hasta quedarme sin fuerzas, ella cobijándome entre sus brazos tiernamente llorando también, rogándole a Yiyo que la perdonará.
Así hasta quedarnos dormidos.
Vaya paradoja, dos espíritus tan libres y a la vez tan presos de sí mismos, colisionan en el camino en el cual zigzagueaban, se funden pero sólo por un instante paras después seguir vagando en la penumbra de lo incierto, en dónde pocas veces se conoce una certeza.
Ya en la mañana, con un poco de resaca y olor a podrido en mi boca me levanté, me lave la cara en el baño compartido del edificio y cuando volví a la habitación, Lupita estaba ahí, recargada en el marco de la puerta, con dinero para mi regreso en mano.
Le di un fuerte abrazo y me despedí.
—¡Adiós Ernesto! Fue un gusto conocerte. —Escuche mientras bajaba las escaleras.
—¡Gracias por todo! —Le grite.
Di media vuelta y me fui.

Fotografía por Cloro