El día de mi cumpleaños, mi novia me regaló un boleto para un concierto de la orquesta filarmónica de la UNAM. Carmen, mi novia tocaba el violín desde niña y la había ido a ver tocar un par de veces a los recitales de su grupo, pero me aburría. Debo decir que después de no pisar suelo mexicano en un año esperaba un regalo mejor. Había regresado para hacer unas prácticas de didáctica que tenía que hacer en el extranjero. Carmen me había visitado ya este año y era mi turno de visitarla.

Tuve que fingir emoción cuando saqué los boletos del sobre, pero como Carmen apretó los labios, opté por darle un abrazo y cargarla. Ahora lo único que quería era comer unos tacos al pastor de la Cueva del León en la Condesa. Tomé la mano de Carmen y caminamos por el Parque México, que los perros domésticos y burgueses habían invadido portando sus mejores trapos. Era domingo y el sol me quemaba la piel, sentía la playera pegada a la espalda y jalé a Carmen hasta el puesto de nieves. Abrí mi cartera y saqué un billete de 500 pesos, el hombre me entregó una nieve de limón y otra de mamey. Me devolvieron 450 pesos de cambio y me tomó unos segundos comprender que no me habían dado cambio de más, sonreí y seguimos caminando hacia el Parque España atravesando por Ámsterdam. Había unos niños corriendo en torno a la fuente y nos sentamos frente ella. Como no habíamos intercambiado palabra en un rato, tragué saliva y le dije:

—Te extrañé.

—Yo también —dijo  mordiendo su barquillo.

—Deveras.

—No pareces feliz de verme.

—Es el jetlag —dije mirándola, la nieve me escurría por el brazo.

—Ya pasó una semana.

—No he podido dormir bien, no sé por qué, pero estoy muy feliz de verte —dije tomando un mechón de su cabello y acomodándolo detrás de su oreja.

—Pero no quieres ir al concierto conmigo.

—No es eso.

—No te gusta porque no es ni Mendelssohn, ni Händel ni  Brahms.

—No me llama la atención, la música folclórica es puro ruido.

—Te va a gustar. Después habrá un cóctel.

—No tenemos que quedarnos, ¿o sí?

—¿No me quieres acompañar?

—Pues es mi cumpleaños y francamente prefiero no ver a tus dos amigos que me cagan.

—Anda… nada más un ratito, ¿por qué te caen tan mal?

—Pensamos muy diferente. No entienden lo que les digo.

—Pues tontos no son.

—Siempre los defiendes.

—A ver, ¿no son lo suficientemente buenos como tus amigos de Alemania?

—Yo no dije eso, es solo que mi manera de pensar es muy diferente. No tenemos nada de qué hablar.

—Y por lo tanto, eres mexicano.

—Soy Alemán, nací en Alemania,  mi mamá es alemana, viví 13 años allá.

—Tu papá es mexicano y has vivido más tiempo en México.

—Nunca me sentí mexicano.—dije levantando la voz.

—Como digas, amor. Tengo hambre, ya vámonos.

Caminamos en silencio por la acera que da a la Av. Nuevo León y luego cruzamos antes de llegar al eje 2 sur, después de pasar delante de la secretaría de turismo llegamos a la Cueva del León.

Para comenzar pedí tres tacos al pastor sólo con piña y un agua grande de horchata. Carmen pidió dos de lengua con todo y un agua de jamaica chica. Sentía empapada la boca cuando el mesero se fue. No sabía que decirle, por suerte ella habló.

—¿Vamos a ir mañana al panteón a visitar a tu abuela?

—Ya vas a empezar.

—¿Empezar qué? Sólo es una pregunta.

—Entiende que a mí no me gusta eso, no se para qué hay que visitar a los muertos sólo porque lo marca una fecha, día de los muertos no importa, me vale.

—Nunca quieres ir —hizo una pausa—. Bueno, al menos vamos a visitar a tu abuelito.

—No voy a estar mucho tiempo y quiero pasarlo contigo nada más.

—Como tú quieras, amor.

Seguimos comiendo en silencio. Hacía tanto tiempo que tenía antojo, que los devoré. Carmen me propuso compartir un alambre y acepté. Pedimos la cuenta y me rasqué la cabeza habíamos comido por 300 pesos, menos de 13 €.

Después llevé a Carmen a su departamento en la calle de la amargura en San Ángel, cerca del Bazar Sábado. Quedamos de vernos en la noche afuera de la sala de conciertos. De regreso decidí pasar por casa de mi amigo Ricardo en la Herradura. Para mi suerte, me abrió el mismísimo.

—¡Ah cabrón! ¡Qué pinche milagro!, yo pensé que ya te habías regresado. Dos semanas y ni tus luces.

Me reí y lo abracé. Pasamos a su sala.

—Ya un año sin verte, cabrón—me dijo.

—Sí, pero te dije que volvería.

–¿Qué se siente volver al país natal?

Me quede unos segundos en silencio.

—La noche que llegué a Frankfurt hubo nevada. Me quedé afuera caminando hasta que me dolieron las piernas. Se siente poca madre, no puedo describirlo.

—¿Tienes muchos amigos?

—No, no tengo tiempo.

—Tu siempre tan solitario.

—No me gusta la gente.

—No cambias cabrón—dijo dándome una palmada en la espalda y riendo.

Charlamos dos horas y recordamos viejos tiempos. De mi presente y de ese año no había mucho que decir. Mis clases de historia y mi trabajo en la biblioteca me absorbían. Estaba en una de las mejores universidades del mundo pero recordárselo me pareció pretencioso. Claro que había tomado la decisión correcta al irme de México, el país con MALO va en caída libre. Vi mi reloj y me despedí. Ricardo me miró fijamente y me apretó la mano muy fuerte, sentí una punzada en la espalda y salí.

Me encontraba afuera de la sala Nezahualcóyotl esperando. Revisé la hora en mi celular varías veces, ni un Whatsapp de Carmen. Después de ver si mis  zapatos estaban limpios, decidí entrar. Tomé asiento en la quinta fila, en la orilla del lado izquierdo. Ya estaba harto de tener que esperarla siempre. Una única luz inundaba el escenario y a los músicos que afinaban sus instrumentos. Me removí en mi asiento buscando una postura sana. En los bolsillos del saco busqué el programa: Danzón número 2 de Arturo Márquez. Bostecé y lo volví a guardar. Me tallé los ojos varías veces y me incliné hacia adelante. Las luces se apagaron y di un resoplido. Por la puerta de la sala entraron las siluetas temblorosas de dos gordas. Saqué aire por la nariz y negué con la cabeza.

La sala se llenó de aplausos, un hombre de cabello de estopa se inclinó hacia adelante en medio del escenario. Hice una mueca y sin aplaudir volteé a ver a los asistentes, todos sonreían mientras aplaudían, lo cual me pareció estúpido. Hice un ruido con la garganta y el hombre a mi derecha se me quedó mirando, fingí no verlo. Otra ronda aplausos. Silencio.

Una flauta empezó a tocar.

Sentí frío en los brazos.

Unas claves se incorporaron junto con el piano y empezaron a juguetear con la flauta.

Parecían aletear por la sala, hasta que la flauta pareció alertarles de un peligro pero los otros respondieron incrédulos y siguieron con su juego desentendidos por unos momentos.

Sin aviso, un güiro anunció la llegada de un  enjambre de  violines a lo lejos que se precipitó  zumbando detrás de ellos y siguieron revoloteando ágiles logrando esquivarlos, sin inmutarse.

Luego el piano los alcanzó y rebasó. Fue entonces que los violines y una trompetas comenzaron a danzar con él.

Una figura sumergida entre los violines, llamó mi atención. Carmen estaba en medio de la sala tocando el violín.

Carmen tocaba cada vez más rápido hasta el paroxismo en el que entraron las percusiones y los timbales; era como si todo avanzara en una carrera hacia el punto más lejano del  cielo y  buscaran chocar contra el y romperlo.

Las percusiones tiñeron los pedazos de cielo de colores vivos y todos los instrumentos se colaron por el agujero del cielo y salieron disparados hasta encontrarse flotando en la nada.

Me invadió un escozor en el pecho, sin saber por qué se me fruncieron los labios.

Hasta a mi llegó el recuerdo de un paseo dominical por el Puerto de Veracruz de la mano de mi abuela cuando tenia doce años y escuché por primera vez un danzón. También aquella vez una ola me empapó las mejillas.

Fotografía: Cecilia Gómez de Villavedón