Cuadro impresionista

Cuando salí de mi casa, ya estaba lloviendo. Doy unos pasos hacia la calle, subo al carro y veo cómo la gente y los otros autos le huyen. ¿A quién? A la lluvia, por supuesto. Le huyen a la lluvia.

El tránsito avanza lentamente; los parabrisas están mojados, los limpiadores borrando y las gotas estampándose; esas gotas que caen del cielo y pretenden seducir a mi carro. Yo veo cómo le besan: tan apasionadamente, que no les importa quedarse sin fuerzas y perder todo de sí, en cada caricia, hasta llegar a su muerte. ¿Es así como debería ser el amor? ¿El amor hacia qué? Estoy divagando otra vez con estupideces, y el drama surge en mi cabeza sólo porque el mundo planta siempre su semilla.

Llueve. Mientras todo cae, la gente escapa para toparse con nuevos muros. El agua sigue cayendo, pero no baña. Sigo en el carro; ya ni siquiera recuerdo a qué venía. ¿Hacia dónde voy? ¿Acaso lo he sabido alguna vez, o simplemente me gusta inventar rumbos para no sentirme cansada? Somos también como las gotas, dando la vida en pequeños impactos que apenas resuenan en el parabrisas de alguna bestia o de algún dios colosal. La fuerza también se agota, no sólo las ganas. Sólo existimos aquí.

Regreso a mi mente: ¿para qué he salido? Estoy encerrada en al auto a veinte por hora, con la lluvia cerrándome el paso, y ahora estoy filosofando con las gotas. Las gotas: esos seres ínfimos que se arrastran siempre hacia abajo, porque no saben qué otra cosa hacer. Sin embargo, su presencia deja en cada vidrio un lindo rastro que difumina lo que vemos: un cuadro impresionista. ¿Será que nuestras vidas hacen lo mismo? ¿Para qué existimos aquí?

Fotografía por Barbaros Cargurgel