Con la edad, las ideas se pudren antes de poder ser plasmadas en algún lugar. El cerebro se convierte una vejiga incontinente, expulsando ideas inconexas como gotas de orina, dejando un olor agrio en el aire. Quisiera sentirme apenado, pero soy consciente de que estoy muriendo.
A mi edad, hay mucha gente que le teme a la muerte; yo, en cambio, he abrazado la idea de morir desde la juventud. Me he matado haciendo todo aquello que me dijeron que no hiciera, y lo he disfrutado. A la vida se viene a morir, aunque la trascendencia de nuestras acciones, de nosotros mismos, siempre sea un tema sobre la mesa.
Mi cuerpo está caducando, y junto con él mis ideas. Mi cerebro está cansado de pensar, de insistir en darle vueltas a las cosas.
No me preocupa saber qué hay después de la muerte; lo único que espero es que, cuando se presente, sea de manera fulminante; sin miramientos ni tiempo para que otros se lamenten y yo tenga que verlos. Si uno puede llevarse recuerdos adonde va —si es que va a algún lado—, no quiero que sean los de la tristeza de ver mi sufrimiento. Mal o bien, cada maldito segundo en la Tierra se está dando lugar a una nueva representación de la vida. Toda muerte sólo es un recordatorio del ciclo lógico de la vida.
Escribo olvidando lo que escribí antes. Las ideas ya no son lo que eran en el pasado: los torrentes lúcidos de información se han transformado en chispazos cada vez más apagados.
Me he resignado a ponerle un punto final a mi escritura y concentrarme en observar estoico a la muerte. El final siempre tiene sabor a mentira, por eso mis últimas palabras son un cliché: esto no es un adiós, sino un hasta siempre…
Fotografía por Michel Nguie
(1990- ¿?). Gestor cultural, bibliómano y colaborador constante de publicaciones digitales.