Como las olas

La ola rompe en tus pies. El agua está fría y la arena que quemaba dos metros atrás se siente compacta debajo de ti. Mueves los dedos y se hunden un poco.

El agua se come tus tobillos y luego te los regresa en su retirada hacia el mar. Entre ambos
momentos hay un instante de paz. Pero luego la ola rota se va para atrás con todos sus pedazos, te jala en su camino para atrás, para atrás. Crece una nueva hecha de la anterior y sube, sube, se desenvuelve y rompe. El agua azul corre de nuevo hacia ti, se vuelve blanca en la espuma que puedes escuchar.

Frente al océano la vida parece estúpidamente grande y chica al mismo tiempo. Lo sabes porque sientes ese peso extraño en el pecho cuando ves que el horizonte no acaba y le da la vuelta al mundo, pero también te sientes ligera cuando cierras los ojos y solo escuchas el sonido de las olas creándose y rompiéndose, de los pájaros volando arriba. El sol se siente en la piel y se ve naranja a través de tus párpados cerrados. El aire huele a sal y todo parece perfecto. Pero es más complicado que eso, ¿no?

Caminas hacia el mar. Se moja tu traje de baño, mueves tus dedos largos en el agua y la cortadita que te hiciste pasando la hoja del libro que leías te arde un poco. Dicen que el mar cura todas las heridas, pero eso no implica que no duela.

Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo, decía el libro.

Echas para atrás la cabeza y el sol que busca ocultarse te ciega un poco. El mar mueve tu cuerpo, subes y bajas con las olas mientras caminas hasta que tus pies no tocan el piso. Todo alrededor de ti son ocasionales momentos de paz seguidos de mucho movimiento, crecimiento, caída, caos, retirada y reinicio.

¿Cuántas cosas perdiste en el mar? ¿A dónde se fue todo eso que fue? ¿Qué tantas cosas te
arrancaron las olas?

Qué cansado es el ciclo aunque una sepa nadar.

Hoy la marea está brava, es fuerte. Probablemente sea difícil salir del mar de regreso hacia la playa, hacia tu libro, hacia el camastro con olor a bloqueador y la cerveza en la hielera y tus amigos escuchando música. Sientes la inmensidad del océano en la fuerza de sus corrientes y te sientes tan chica, tan insignificante.

Siempre te han llenado de esplendor y miedo los lugares que te hacen sentir así de ridículamente pequeña.

Decides dejarte flotar y ves el cielo. El atardecer te duele en el corazón porque todo lo que es así de hermoso te da ganas de llorar. Extrañamente, siempre te hace pensar en el alma y te entra una estúpida melancolía por cosas que ni siquiera has vivido. Siempre te ha enojado un poco que ninguna de tus palabras podrá hacerle justicia al momento en el que el cielo se funde en oro, aunque también te da gusto que contarlo jamás explicará lo que es experimentarlo.

Flotas. Tus respiros hondos suenan pesados con los oídos bajo el agua. Ya te sacará la marea, tu esfuerzo ha sido suficiente, es hora de descansar.

Levantas la cabeza un poco y escuchas que en la playa tus amigos empiezan a gritar tu nombre.Te dicen que ya es tarde, que es peligroso, que salgas. Al principio no quieres, pero sabes que tienen razón. Te incorporas y nadas para tomar una ola para impulsarte de regreso. Es tan fuerte que casi te revuelca y te tira el bikini. Dando tumbos regresas a la orilla. Caes de rodillas y la arena te raspa.

Volteas a ver al mar, a las olas que son como la vida. Toses, sintiéndote un poco ahogada. La  boca te sabe a sal y a granos de arena, y el agua te quema los ojos como lágrimas.

Pero te das cuenta de que estás fuera, y que saliste tú sola.