Eran los parches permanentes sobre mis heridas. Intenté removerlas a toda costa. No me gustaban. No las entendía.
En mi cuerpo habitan ocho;
la típica del reflejo de niña intensa debajo de la barbilla (pero por dos),
la del árbol que me abrazo en el fémur y me sostuvo cuando me caí al barranco,
la del metal que le gustó mi brazo cuando me peleé en el kínder,
la de la barda que se plasmó en mi pantorrilla por estar jugando con mi mejor amigo,
la de las copas de más que sostuvieron mis rodillas,
y las dobles de la operación.
En mi alma –actualmente– residen cuatro;
cuando descubrí que mis papás no eran perfectos,
cuando le dije adiós a mi primer amor,
cuando el acoso laboral llegó disfrazado de fracaso,
y cuando me perdí a mí misma.
Hoy ya lo entiendo. Las llevo con orgullo y las presumo.
Son los parches permanentes que crecieron sobre mis heridas.
Me recuerdan lo que he vivido y lo que soy capaz de sobrevivir.
En realidad desconfío de las personas que pasados los treinta no tienen ninguna, pues son la prueba de vivir intensamente.
Me quiero comer el mundo, y ¿tú?