Durante un tiempo sufrí de insomnio severo y agarré la acostumbre de salirme de mi casa en las madrugadas a dar vueltas por la colonia para cansarme y luego volvía a mi cuarto e intentaba dormir, pero si no lo conseguía salía de nuevo y tomaba un camino distinto. Con los años el insomnio desapareció pero las caminatas nocturnas las seguía haciendo, sobre todo en verano, porque me gustaba ver a los grupos de jóvenes desvelándose en sus patios o en las banquetas y, alguna veces, me iba repitiendo frases que había escuchado en sus conversaciones y que, al volver a casa, transcribía, memorizaba y después usaba de manera cotidiana, como si fuesen mías, delante de compañeros de trabajo y los pocos vecinos del edificio que aún me saludaban. Ahora lo pienso y concluyo que no se trataba simplemente de un gusto, sino de una fijación enfermiza. A mí me hubiese encantado tener amigos en la universidad y divertirme con ellos en verano de la misma forma. Se suponía que la universidad iba a ser un nuevo comienzo para mí. Dejaría atrás la persona que fui durante la preparatoria y me involucraría en asuntos ajenos a cualquier cosa que tenga que ver conmigo, pero ya en el campus jamás me esforcé para conseguirlo, centré mi atención en sacar buenas calificaciones y no asistía a los eventos organizados por otros alumnos, a menos que fuese una mesa de debate y tuviese un gran interés por aprender sobre el tema a tratar.

Como sucedía en una serie de pesadillas que tuve durante mi infancia, mi nombre aparecía tachado en las listas de clase y los boletines de la facultad, y, con similitud escalofriante al relato del sueño, ni los maestros ni los alumnos ni el personal de intendencia me escuchaban cuando les comentaba algo al respecto, como si en el papel no estuviera mi nombre ni éste estuviera tachado.

A decir verdad, me sentía ridículo poniendo la cara a través de los pasillos de una facultad repleta de personas que, por fuera de la burbuja académica, jamás me considerarían o, cuando menos, me tratarían como a un colega. Así estuve durante seis cuatrimestres hasta que una mañana, en clase de literatura anglosajona, decidí que no podía más, regresé a mi pensión y, sin antes haber hecho las maletas, tomé un taxi a casa de mis padres en Cuernavaca y, luego de unos meses de completa inactividad, me matriculé en la universidad de paga que mi psicólogo recomendó. Allí tuve nuevos compañeros que me incluían cuando debíamos dejar algo a votación. Gracias a ello, comencé a considerarlos mis amigos. Ahora que lo pienso mejor, creo que sólo iban a mi casa porque mi hierba era un poco mejor que la suya. Algunos de ellos eran buenas personas, la mayoría simplemente idiotas. En el grupo había tres morras pero, aunque me lo proponía con frecuencia, jamás intenté ligar con ellas y pasó muchísimo tiempo para que volviese a tener una oportunidad parecida. A diferencia de todos ellos, me gradué en tiempo y forma y me fui a casa de mis padres y no quise mantener contacto con ninguno, borré sus teléfonos, borré mis redes sociales. Desaparecí. Hoy en día esas cosas ya no me preocupan, pero a veces no puedo evitar sentir, aunque no sepa decir con exactitud de qué se trata y esté al tanto de que ya es demasiado tarde para descubrirlo, que estoy marcado por la falta de una o más de las experiencias humanas que cada individuo necesita para continuar avanzando hacia la adultez de la manera correcta.

Fotografía: Terry Magson