Desde que vi por última vez al Dr. Michael Conroy, me invadió una sensación de angustia y tristeza absoluta. Yo sabia que era una despedida, la terapia con él había llegado a su fin, así que esa sesión hablamos de todo y nada. Al despedirnos, su mirada se clavó profundamente dentro de mí, me atravesó y de su boca seca y pastosa salió la frase: “Todo irá bien porque en el fondo siempre lo sabes”; estas palabras se convirtieron en pensamientos giratorios y silenciosos en mi mente, era mi última sesión y se sentía como el principio del fin.
Empecé a sentir una sensación de vacío, acompañado por un existencialismo inexplicable; ansioso y eterno, el cual me obligaba a emprender una búsqueda incansable y obsesiva por encontrar unos ojos que me expliquen, que me vean, donde yo pueda reflejarme siempre, que sigan mis pasos y sean ventanas a otros universos y a otras mentes.
A veces sueño con encontrarlos como abismos de tiempo, donde puedo llegar muy alto y alcanzar las estrellas, nadar en ellos como si fueran cenotes profundos, negros, como la noche sin luna, como cuando el sol de pronto deja de brillar; que, en ocasiones, se convierten en atardeceres color mermelada entre oros y púrpuras mezclándose entre nubes, formando mándalas, galaxias y espirales infinitos.
Desde entonces, los he buscado en todos los lugares y en todos los tiempos. Ha sido una búsqueda absurda, imparable, inútil y cansada, hasta hace un par de días, en una tarde de pandemia, cuando el mundo está detenido, girando a otro ritmo y la única compañía son las voces que te dan sentido. Sabes exactamente donde encontrarlos, dentro de ti, en el reflejo del espejo y sí, entonces en el fondo siempre lo supe.
Fotografia por Fragile Ruins