Dear Jude,
Thank you for submitting to The New Yorker. Although we won’t be carrying your work in the magazine, we are grateful for the opportunity to read and consider it.
Sincerely,
—– —–, Poetry Editor
—— ——–, Poetry Coordinator
He recibido una variación de este tipo de carta muchas veces. Francamente, nunca se hace más fácil, yo diría que incluso se vuelve peor con el tiempo. Hay algo terrible en la idea de recibir una carta de rechazo; la razón más obvia es que a nadie le gusta ser rechazado, especialmente cuando en verdad se pone esfuerzo en algo. Es como tener una relación de años que termina por un amorío; no tienes ni la más remota idea de en qué te equivocaste y la mera idea de pensar en razones para lo ocurrido es una llena de vergüenza.
La primera vez que recibí una fue hace ya bastante tiempo. Yo debo haber tenido catorce años máximo y entré en el concurso de una revista de lucha libre (porque la poesía sólo es una de las muchas cosas vergonzosas de las cuales soy fanático). El concurso consistía en escribir un ensayo sobre cualquier tema dentro del deporte de la lucha libre (podía tratarse de un luchador en sí, la historia de la lucha, la historia de ciertos estilos de lucha, en fin, ese tipo de cosas) y el premio era la publicación del ensayo dentro de la revista así como una máscara autografiada del luchador de la elección del ganador.
Yo elegí hacer un ensayo sobre quien por aquél entonces era mi luchador favorito: Eddie Guerrero. Recuerdo que me esforcé mucho para hacer ese ensayo, hablé de lo que me gustaba sobre el estilo de lucha de Eddie, un poco sobre su carrera y otro poco sobre las circunstancias de su prematura muerte. Revisé una y otra vez lo que escribí para asegurarme de que se entendiera, de que no tuviera faltas de ortografía ni faltas gramaticales. Estaba muy emocionado porque era la primera vez que escribía algo para que alguien más lo leyera y, dentro de todo, me parecía que yo había hecho un gran trabajo con mi ensayo. Le conté a todos quienes conocía que yo había mandado un escrito a esa revista, que mi escrito era fantástico y que estaba seguro de que yo ganaría (porque, incluso por aquél entonces, yo no era nada sino modesto).
El número donde se anunciaba el ganador del concurso salió un mes después de haber mandado mi ensayo y yo no podía esperar para comprobar mi victoria. Corrí al primer puesto de revistas que encontré, compré la revista y… encontré algo diferente. En un pequeño recuadro en la sección de anuncios de la revista había un texto que daba las gracias a los participantes del concurso (básicamente una sección que decía “Sigue participando”) y mi nombre era el primero en la lista…
Mi texto fue rechazado y peor aún lo fue de la manera más pública posible (nadie que yo conociera leía esa revista, pero eso no le importaba a mi mente de adolescente pretencioso). Me sentí como basura durante semanas por ello y cada vez que mis amigos preguntaban donde estaba la máscara que supuestamente debería haberme ganado, yo me inventaba algo y evadía la pregunta hasta que eventualmente todos olvidaron el asunto.
Durante mucho tiempo (mucho más del que probablemente fue saludable), me pregunté porque, si yo había puesto todo mi empeño en mi ensayo, no lo habían elegido. En retrospectiva, la respuesta era bastante obvia: porque mi texto era una mierda. Quiero decir, lo que escribí fue probablemente una de las peores porquerías del planeta. Estaba lleno de errores gramaticales, perdía el hilo de lo que decía entre párrafos y mi prosa parecía estar más interesada en demostrarle a la gente que yo tenía un diccionario que en ser coherente (entre más cambian las cosas, más se quedan igual ¿verdad?).
Tuve mucha suerte de que nadie fuera tan tonto como para publicar mi basura (una cosa es tener un rechazo en público y otra muy diferente es tener basura con tu nombre publicada para que todos la vean), aunque darme cuenta de ello me llevó un largo rato, cuando por fin me di cuenta me sentí aliviado y a la vez revitalizado porque sabía que podía escribir mejor si me lo proponía.
Con el tiempo traté de mejorar la manera en la que escribo y, si bien no estoy del todo satisfecho, me alegra saber que no soy tan malo como ese pobre niño de catorce años con la cabeza demasiado metida en su trasero. Afortunadamente recibí ese rechazo justo cuando más lo necesitaba, sino seguiría escribiendo por la vida con las peores y más penosas faltas de ortografía (poner acento en “está” en ese tiempo me parecía algo opcional que bien podía poner sólo para variar un poco el texto).
Esa es la maravilla del fracaso: se puede aprender de él (lo cual es algo increíblemente trillado de decir, pero no por eso menos verdad).
En todo el tiempo que ha pasado desde mi primer intento fallido de ser publicado he recibido muchas más cartas de rechazo, algunas muy frías, otras muy detalladas sobre el porqué del rechazo, otras muy alentadoras y amables, y algunas otras que se sintieron más insultantes que otra cosa, pero de todas aprendí algo (incluso si ese algo sólo fue “quizás debería dejar de enviarle cosas a esa publicación”): aprendí a ser un poco más conciso (por lo regular sirve el escribir algo y luego cortar por lo menos diez por ciento de ello), aprendí a ser coherente en mi estilo de escritura, aprendí que si una publicación pide un cierto tipo de escrito debes hacer ese tipo de escrito y no cualquier cosa que se te ocurra, y por sobre todo aprendí a disfrutar un las contadas ocasiones en las cuales sí soy publicado.
La primera vez que fui publicado (por un cuento sobre dos adolescentes conociéndose en un tren, el cual hoy encuentro muy desabrido) fue uno de los mejores momentos que he tenido en mi corta vida y creo que gran parte de que lo haya disfrutado tanto tiene que ver con cuanto trabajo me costó aprender a escribir a un nivel lo bastante bueno como para hacer creer a alguien que no soy el peor escritor del mundo.
Con todo esto no intento decirles que fracasar todo el tiempo es algo inherentemente ennoblecedor, que todos quienes fracasan terminan siendo publicados al final porque aprendieron de sus errores o que fracasar es la clave para volverse un mejor escritor. Lamentablemente no vivimos en un mundo tan perfecto. Hay decenas de casos de autores que nunca aprendieron de sus errores (las faltas de gramaticales y de ortografía de F. Scott Fitzgerald y Gabriel García Márquez son legendarias), hay historias de autores que nunca conocieron el fracaso (Jack Kerouac y el resto de los beats tuvieron mucha suerte por tener conexiones literarias a través de City Lights Books), hay historias de autores fantásticos que nunca conocieron el éxito de sus obras en vida (Herman Melville murió creyendo que Moby Dick sería olvidado, Emily Dickinson murió habiendo publicado un único poema de la montaña que guardaba celosamente en su habitación), peor aún, hay todavía más casos de autores que demuestran que no se necesita tener la más mínima idea de cómo escribir para ser exitoso en el campo literario (una lectura muy recomendable para cualquiera que sienta que escribe horrible es el fan-fiction original de E.L. James/Erika Mitchell Master of The Universe, el cual después evolucionó en 50 shades of Grey).
El fracaso es algo sumamente personal y cada quien puede tomárselo como quiera: se pueden ignorar los problemas en la escritura si se quiere, de ser posible se puede saltar toda la curva de aprendizaje del fracaso, se puede haber escrito la mejor cosa del planeta sin recibir el más mínimo reconocimiento por ello y, sí, se puede ser una mierda escribiendo y aún así ser muy exitoso. Lo importante de este boceto no es concentrarse en qué hacer con el fracaso sino en que el fracaso es una realidad a la cual la mayoría tenemos que atenernos. A veces tendrá mucho sentido, a veces no lo tendrá, pero ello no debe quitarnos la iniciativa de seguir trabajando en cualquier campo que nos interese (sea artístico o no). Lo importante es seguir adelante y seguir buscando la manera de abrirnos camino entre las millones de personas que intentan hacer lo mismo.
Hace poco leí uno de los mejores libros que se puedan leer si se está interesado en escribir: On Writting de Stephen King. El libro es maravilloso porque en él King da decenas de consejos sobre como mejorar la prosa de uno. Algunos de los consejos son muy básicos como: “siempre carga contigo algo donde puedas escribir una idea que se te ocurra al momento” o “lee el doble de tiempo del que escribes”, y otros son invaluables como: “Establece una cuota de palabras al día que vayas a escribir y no te despegues del ordenador hasta que las tengas” o mi favorita “sólo escribe”.
Junto con los consejos King incluye una pequeña biografía de sus días intentando vender sus historias para sostener a su familia y es esta sección la cual adoro por sobre todo lo demás del libro porque está lleno de historias de gente rechazando historias escritas por uno de los autores mejor vendidos de la actualidad. En especial me encanta la sección cuando habla sobre sus primeros intentos de vender historias a la revista Alfred Hitchcock Mystery Magazine, historias las cuales sólo le valieron cartas de rechazo. Me encanta esa parte por la reacción de Stephen King al recibir esas cartas:
“[…] escribí sobre ellas la frase “Estampas Felices” y las clave a la pared. Después me senté en mi cama y escuché a Fats (Domino) cantar I’m Ready. En realidad, me sentía muy bien. Cuando aún eres muy joven para afeitarte, el optimismo es una reacción perfectamente legítima para el fracaso.”
Por mi parte, yo ya soy lo bastante viejo para afeitarme (es más, a veces me llega a crecer suficiente barba como para afeitarme), pero aún mantengo ese optimismo frente a una carta de rechazo porque incluso si no soy publicado, incluso si creo que mi texto era bueno, incluso si mi texto era una mierda, siempre puedo aumentar mi colección de “estampas felices” y esas nunca sobran.
Fotografía por Martin Canova
Terrible writer that’s very good at acting like a good one.