Me casé con una bibliofóbica. La razón nunca la he tenido clara, aunque probablemente se tratase de mi miedo a morir solo; a eso y al hecho de que antes de ella nadie más se había fijado en mí… y a que le amo, aunque me pese un poco aceptarlo.
Nos encontramos por primera vez en una cafetería, en el centro de la ciudad. Desde el primer instante en que nuestras miradas se cruzaron supe que había algo especial. Luego de haber pedido un par de americanos y de charlar un rato sobre trivialidades, llegó el momento de conocernos. Cuando le pregunté sobre aquello que menos le gustaba dijo que detestaba los libros; no sólo era que no le gustara leer, sino que les temía porque, apenas siendo una niña, una pila de atlas de una biblioteca Salvat le había caído como avalancha encima. Además del trauma psicológico, el acontecimiento le había dejado una pequeña cicatriz en la frente en forma de libro abierto que evitaba mirar cuando se peinaba frente al espejo; un recordatorio malévolo e irónico de la sádica burla que es la vida.
Es común que la gente se enamora y mienta; el verdadero problema reside en ver cuánto tiempo pueden sostener la mentira. Un pez fuera del agua podría obligarse a pensar que no morirá, pero en algún momento le sobrevendrá la desesperación, la falta de agua entre las branquias y, finalmente, la muerte. He tenido que sostener mi mentira por diez años, haciéndole creer a la mujer que amo que aborrezco los libros tanto como ella, aún cuando no es así.
Tras las paredes de nuestro hogar yace una de las más grandes bibliotecas que alguien haya tenido. He necesitado hacer adecuaciones en casa para que mi secreto nunca salga a la luz. Hay, por fortuna, meses enteros en que mi esposa sale de viaje a causa del trabajo, y entonces me pongo a construir cuevas y escondrijos de toda índole y tamaño dentro de la casa. Cuando está conmigo tengo que aparentar asco al mirar una librería o biblioteca y, cuando no está, me permito pasearme entre sus estanterías, hasta que el olor a tinta y papel se me impregna en la nariz como una bella memoria a la que me gusta recurrir cada tanto, mientras ella y yo hacemos el amor.
Mi proyecto inició un verano después de comprar nuestra casa; comenzó como una grieta sin resanar en una pared detrás de un armario, y se transformó en huecos en el techo, debajo del suelo, en el cuarto de baño… cualquier lugar que me sirviese para ocultar a aquellos amantes a los que me entrego de manera desenfrenada cada que mi esposa no está en casa.
Me casé con una bibliofóbica y en ocasiones me pregunto: ¿estaré pagando yo alguna penitencia del pasado? Luego de diez años, todavía no me creo lo mucho que he llegado a amarla. Hay días en que me gustaría que descubriera la monstruosa colección de libros que yace escondida por toda la casa, y noches en que tengo pesadillas en las que el techo se nos cae encima, convirtiéndonos en dos plastas de carne sanguinolenta y magullada por el peso de los libros. A veces estoy a punto de decirle: “amor, tenemos que divorciarnos”, y entonces contemplo la cicatriz que corona su frente y, mientras mi corazón retumba con fuerza, me digo a mí mismo: vale la pena esperar.
(1990- ¿?). Gestor cultural, bibliómano y colaborador constante de publicaciones digitales.