Nos servimos vino de cartón en tazas que usamos igual para café. Desde hace dos semanas, todos nuestros vasos acabaron rotos y en cada uno reímos porque sabíamos su destino. En fin, nos acostumbramos a todo: a reír, a llorar, a mecernos los cabellos por no entendernos. Aunque, lo mejor pasó cuando nos tiznamos en las luces de tu foco-fiesta y te veía sonreír entre el rojo, el azul y el verde, girando por nuestra sala y tu cabello, ese que se mueve cada que hay música. La música siempre fue nuestro lenguaje. Si bien, se me olvidaba prender el tocadiscos es porque atendía a tu voz y, es verdad, aunque nunca escuché a los ángeles cuando hablabas, el cielo y yo atendíamos por igual. ¿Recuerdas la primera vez que pusimos a Wu Tang juntos y te enseñé a Tyler, The Creator? Decías que lo ponía siempre, aunque no te molestaba, sólo sonreímos, porque entre la música y tú, siempre me confundo.

Brincamos descalzos en vasos con charcos de cerveza y hacemos el amor entre humo verde. Peleamos por las sabanas en las madrugadas y nos matamos a besos al despertar, te rasco la espalda y te marco las uñas en los hombros y poco a poco nos acostumbramos al amor y es por eso que amamos la vida.

Dice Attali: “Desde hace veinticinco siglos el saber occidental intenta ver el mundo. Todavía no ha comprendido que el mundo no se mira, se oye. No se lee, se escucha”.

Gracias por enseñarme a escuchar al mundo.

Fotografía por Katya Mamadjanian.