Amorfa transfiguración

Retraída se encontraba la sombra a través de la lucerna en el techo.
La refulgencia de las últimas horas del día tocaba el sostén de su osamenta.
Dormida estaba sobre su quebranto.

Las semanas habían pasado en pos de su poca dicha,
huyendo de aquello que retorcía la fibra de sus entresijos.
El tiempo había extraviado su propio sentido en su consciencia.

Detrás de aquellos brotes deshidratados en la ventana se encontraba abstraída,
como si la alusión a sus huellas no hubiese progresado.
Quizá por ello no advirtió que la metamorfosis no es instantánea.
Como una oruga no se da cuenta que estuvo en un capullo hasta
que lo debe rasgar.

El tiempo y sus estropicios fueron reales.
Sus ojos se ampliaron hasta casi salirse de sus órbitas al hacerlo lúcido en su presente.

Comenzó con el mismo ritmo respiratorio hasta que su voz sonaba en el mismo tono
y el humor vítreo de sus ojos se desgastó perdiendo su función de imagen jovial.
Extravió la capacidad de notar que sus venas levantaban su piel y su sangre se tornó café
empantanando su vigor.

Esos hábitos habían penetrado hasta el tuétano y se alojaron adormilados,
dejando ensortijado en su columna su acervo genético.
Se convertía en aquello que su corazón anteriormente repudió.
La progresión fue tan lenta que fue ciega ante ella.

El impacto de la realidad fue tan adusto que arrancó su dermis junto con sus músculos y tendones.
En medio de esa pasta de carne marrón se hallaba ella con una imagen distorsionada, llena
de tejidos infectados y deformes.
Los residuos se escurrían en el piso vinílico de aquel alojamiento revelando su verdadera naturaleza.

“El cambio es lo único constante”.
La transfiguración amorfa le hizo percatarse entre desvaríos
que aquellos vástagos del escaparate estaban hechos de su piel remanente como aviso casi imperceptible de aquella gradual transformación.

Fotografía por Lúa Ocaña.