Amate. Una charla entre dos, para tres.

Amate.
Sólo con la intención simple y honesta de recordarla. Siempre había un rehúso natural, una reacción casi obligada de la mente a no poder recordar su rostro. Algo del universo.

Sin embargo ambos podíamos recordar sus detalles aislados, como la suavidad de sus dedos entrelazados con los míos, o la ligera y única ondulación de su cabello que alcanzaba a rosar con las puntas su cuello, el color de sus ojos o hasta el tono de su voz. Incluso a veces hasta recordar el olor de su perfume, de algún producto, o el conjunto único y la combinación de sus fragancias. O tal vez solo era ella y mi sugestión consciente de que olía a lo que más me gustaba. Recordamos también con los ojos cerrados escuchar ese sonido al final de cada beso suyo, un ligerísimo tronido audible sólo a menos de una cabeza de distancia y con un oído dispuesto. Aunque a mí nunca me besó con la cantidad –desbordante – de pasión requerida. Y ahora caigo en cuenta que nunca puse la suficiente atención por estar divagando en el universo y pensando en la idea de la que estaba tan enamorado, una idea de ella siendo la mujer imperfecta que tenía todo lo que yo necesitaba, pero no lo éramos, ni yo para ella ni ella para mí. Una puta vez. Una puta vez solamente pude escuchar, le dije, una vez cuando ella te besaba. Y fue la única vez que no pusiste la suficiente atención. Mi maldición.

Puede ser, pensamos, que ese pudo ser el principio del fin de su historia juntos. Entonces volvimos después de un trago de refresco con un poquito de ron y muchos cubitos de hielo servidos en un vaso que alguna vez fuera una veladora de ofrenda. Volvimos y tratamos después de un largo silencio a tratar de terminar nuestra reflexión. ¿Por qué no poder ver su rostro cuando había la honesta intención de recordarla?. Otro largo rato nos llevó, de la mano de un silencio y miradas encontradas incómoda pero espontáneamente. Entonces sentí en su semblante, como el elefante en la habitación, al tema que no pudimos tocar, a eso que juntos no pudimos recordar, pero que aun así sabía que era el único que podía tener un comentario sobre eso. “Nunca te la cogiste” leía yo en su rostro después de un silencio revelador, eso pensaba muy seguramente el hijo de puta, porque al hablar de ella solamente dijimos cosas que cualquier hombre pudo haber dicho de una mujer, pero aunque nunca dijo nada, él sabía más, conocía al menos una parte de ella que para mí eran puras suposiciones con una seca necesidad de aclararlas.

Como una gota de agua helada que recorre la espalda tibia me llegó tan lógica y tan inesperada la solución a nuestro dilema inicial. Enojada. Así sí la puedo recordar, cada detalle, siempre. Pero sólo enojada, con su frente tensa, la mirada fija con sus ojos hermosísimos, ese apretón de cachetes que rayaba una ligera sonrisa en su rostro y esa inclinación que hacía con la cabeza y a veces lo acompañaba todo con los puños cerrados, esa ternura le resbalaba a cascadas, todo amenizado por su voz aguda que tanto nos debilitaba las rodillas. – Una lindura hecha y derecha. Así me interrumpió para concluir la descripción de su arma más letal. – Era lida siempre, pero enojada no había como resistirse. Concluí yo redundante para no darle el beneficio al muy cabrón.
¿Y por qué enojada? Por qué no podemos recordarla sonriendo, llorando, gritando o hablando. Creo que era su estado natural, era tan tierna que tal vez quería cambiar esa imagen que todos teníamos de ella, o era nuestra jodida adicción provocarla.

Te conocíamos tan bien que sabíamos con alta precisión los detalles que te harían enojar lo suficiente, pero no demasiado, justo – según nosotros – la cantidad necesaria para que soltaras esa carita. Arma mortal.

Él volteó a la ventana, – Se volvió nuestro deporte, pelear y volverla a ver enojada y volvernos a enamorar, una y otra vez. Y también tú- dijo. Sí, también yo – contesté -, yo un hijo de puta alguna vez, pero tú mil veces más hijo de puta, mil heridas, mil lágrimas cada vez, tú y tu enfermiza necesidad de conflicto, gritaba mi mente y tan fuerte que me calló. El número es irrelevante. Mil veces él por cada mía. No es cuantitativo, en el mismo nivel de imbéciles ambos, imbéciles conscientes.

Más de dos años, ¿no?. Contestó con un tono pseudoarrogante  – Siempre supimos en lo que estábamos metidos – . “Dos años – volvió mi mente – dos años con amor que siempre estuvo rebasando el borde y nunca supiste que hacer con tanto más que desperdiciarlo cuando se te hacía tanto que no te daban las neuronas para administrarlo. Te faltó amor para pagar, porque tenías muy poco amor ahorrado, esa es tu excusa. La avaricia se los acabó”.

Estuve sentado ahí por mucho tiempo. Y al acomodar la silla sentí crujir en bolsa del saco la razón de mi visita, una carta. Más bien una invitación envuelta en un sobre con un sello plateado. Dentro había una pequeña invitación en papel amate doblada por la mitad, había una imagen en la parte superior de la hoja que nunca supe qué significaba pero parecía haber una buena razón para que estuviera en ese lugar y en ese tamaño. Dentro las letras estaban impresas en relieve y algunas líneas se leían en tinta negra, otras más sólo eran visibles por el relieve que le habían dado al papel y sólo eran legibles si tenías mucha iluminación y la misma cantidad de atención.

Una invitación de parte de su familia y  porque la conocen bien, por iniciativa de alguien y por un millón de razones que pasan por mi mente, y otro millón que tiene quien se encargó de hacerlas. Porque la razón de la invitación es poco común, pero escribir cartas en papel amate, con impresión en relieve, dentro de un sobre, con imágenes de significado personal y la cantidad de atención en cada detalle de las pequeñas hojas son solo lógicas para quien de verdad la conoce y sabe bien sus razones siempre bien justificadas.

Es mañana. Le dije mientras le acerqué el sobre y un ardor precedido por un calambre que me recorrió todo el cuerpo y que me hizo tirar el sobre al suelo. Ya mis manos estaban temblando para cuando me acercó el vaso con ron y me hiciera las preguntas de rutina. “¿Estás bien?, ¿Qué te pasó?, ¿Te traigo algo?”, hice un ademán para hacerle saber que su ayuda no era necesaria, tomé mis llaves y en la puerta le dije: Por separado, nos dio mucho, y solos sabemos cuánto. Ahora nos toca pagar.

Hoy estoy sentado escribiendo en un escalón de cantera. Con un sobre idéntico en la mano, dentro, viene el mismo mensaje que en el sobre que entregué ayer a otro que fue tu exnovio, excepto que el destinatario de este sobre soy yo. Está mal tratado porque hace días que no lo suelto. Es una extrañísima razón para una invitación pero siempre lógica, con dos millones de razones bien justificadas, y una que las resume todas: son por ti, escritora de notas, profesional de los detalles, cursi por decisión.  Hoy es la primera de nueve, una invitación para nueve misas. Nueve tuyas. Siempre tuyo.

Descansa mucho, que tu amor nos es suficiente para vivir tu ausencia.

Fotografía: 1024 zuru